
La pasada madrugada del lunes al martes despertaba poco antes de las tres de lo la mañana por el ruido que provocaba la intensa lluvia en el tejado de nuestro hogar. Por entre las cortinas veía un cielo completamente iluminado a consecuencia de una violenta tormenta eléctrica que rompía en truenos que se escuchaban a lo lejos. Al comprobar que no cesaba, me levanté para evidenciar, desde el segundo piso, que cuesta abajo corría un importante caudal de agua sucia que se acumulaba en la zona más baja del vecindario, ocasionando arrastres y que, incluso, las alarmas de algunos coches saltasen sumándose, así, al bullicio.
En aquel momento me asusté. Nunca me han gustado las tormentas. Me aterrorizan. Era relativamente consciente de que no corríamos peligro, tratando de asegurar sobre todo la integridad de mis hijos. Sin embargo, no pude evitar preocuparme por otros vecinos con niños pequeños, esperando que estuviesen tranquilos y a salvo.
Afortunadamente al amanecer el temporal quedó, donde vivo, en algo prácticamente anecdótico, sobre todo después de conocer las tragedias que se han vivido en otras localidades.
Como toda España estoy, desde entonces, completamente abrumada, entristecida y desconsolada con la cantidad de dramas personales que la fuerza del agua ha dejado a su paso en diferentes puntos de nuestra geografía. No he visto la televisión. No he podido. He leído la prensa y he escuchado la radio para informarme. No sé si podría soportar la crueldad y el drama de ciertas imágenes.
Son muchas las voces y otras tantas las opiniones que hoy, varios días después, reflexionan sobre la dimensión de tremenda catástrofe. Muchas, también, las críticas y los repartos de obligaciones y competencias. Sin duda, habrá que depurar responsabilidad, si las hubo, y los errores que se cometieron. En cualquier caso, semejante volumen de precipitaciones en tan corto espacio de tiempo es muy difícil de contener, controlar o frenar. Los daños eran inevitables, aunque seguramente pudieron ser menos.
Se ha cuestionado el sistema de alertas, los recursos puestos a disposición y la previsión de las administraciones. Quizás hubo faltas en todo el proceso y, por supuesto, es necesario que se sancionen; aunque también es verdad que estábamos avisados desde hace días de la llegada del temporal.
Ocurre que estamos acostumbrados a que las alertas no suelan ser tan severas como se pronostican y nos confiamos creyendo que no se cumplirán los pronósticos más alarmistas. Yo misma me salté las recomendaciones al salir a la autovía, en plena alerta naranja, para llevar a mi hija al pediatra cuando no era cuestión prioritaria. Acciones completamente temerarias.
Sin duda, los fenómenos meteorológicos son, a consecuencia del cambio climático, cada vez más impredecibles y debemos tomarnos en serio las alertas y predicciones. Quizás también es el momento de que las distintas administraciones públicas, entidades y organismos cierren un acuerdo estatal de acción y actuación para que ante determinados avisos y situaciones de emergencia, a modo de prevención, se establezcan las medidas que se pueden tomar ya sea como precaución y/u obligación y que reduzcan y atenúen las consecuencias, minimizando -y ojalá evitando -la tragedia.
Nuestro corazón está con las familias de las víctimas y nuestra esperanza con los allegados de los desaparecidos. Y, por supuesto, nuestras fuerzas con quienes tratan de reconstruirlo todo.


















