Romance

Desde Ulises y Penélope o Helena y Paris a Rose y Jack en Titanic, pasando por Romeo y Julieta o Don Juan y Doña Inés, todas las grandes historias de amor incluyen o exigen magnos sacrificios y epopeyas o trágicos finales. En la historia del cine y la literatura, y por tanto en nuestro referente colectivo, los célebres romances se sustentan en dramáticas historias e importantes gestas y hazañas.

Como olvidar, por ejemplo, ese conmovedor y casi teatral final en ‘Los puentes de Madison’ cuando Clint Eastwood y Meryl Streep cruzan miradas y sonrisas de nuevo, tras más de 16 años, bajo la intensa y cerrada lluvia y como ella – Francesca – concluye continuar en el interior de aquella vieja camioneta renunciando a aquella pasión que, sin duda, será eterna. Sin duda, los amores platónicos son un claro ejemplo de esta concepción del romanticismo.

Sin embargo, cuando apenas ha transcurrido una semana de San Valentín, fecha que personalmente en casa no celebramos, valoraba la necesidad de ‘cantar’ al amor más cotidiano, más real y, sin duda, más saludable. Ese amor diario que resiste al paso del tiempo, a la rutina y a muchos otros condicionantes que actúan en su contra. Seguramente mucho menos glorioso y poético, pero ciertamente más heroico y maduro.

Un romance que vence y sobrevive a la convivencia, al estrés laboral, a las familias políticas, a las madres, a las suegras, a los looks de estar por casa, a la ropa interior desgastada, al baño compartido e, incluso, a los ronquidos.

Lo que me recuerda la historia de Nick Hornby en ‘Alta Fidelidad’, llevada al cine por Jonh Cusack en el que el protagonista, que regenta una tienda de vinilos, hace un detallado repaso de todas sus relaciones para concluir que aquella relación que le parecía tediosa y falta de emoción era lo más cercano al amor que había vivido. 

Un amor que supera la desbordante llegada de los hijos con la consecuente falta de tiempo en pareja e intimidad, las relaciones sexuales esporádicas, las conversaciones interrumpidas, la comunicación vía whatsapp y la falta de cuidados y mimos. Una situación que pone el romance en ‘stand by’ a la espera de tiempos mejores.

Pero, sin duda, un amor que se sustenta en muchos otros pilares que resultan elementales como la lealtad, la sinceridad, la protección, el respeto y la admiración mutua. Un amor que calma y reconforta. Ese es, aunque parezca lo contrario, el amor más puro, real e, incluso, revolucionario. 

El que te permite, pese a todo lo anterior y contra todo pronóstico, tras una mala noche, la falta de sueño y amanecer con tus dos pequeños en medio, un roce sutil, una mirada cómplice y/o un beso esquivo en el baño. Ese es el verdadero romance.

Pequeña vida mía

No puedo mirar atrás sin emocionarme y pensar cuánto hemos construido en estos dos años. Es cierto que he descansado muy poco y he dormido menos aún… pero cuánto nos hemos entretenido, hija mía. Sin duda, también hubo lágrimas –sobre todo por mi parte-, pues los comienzos no fueron sencillos y pusiste patas arriba nuestra más o menos manejable y cómoda familia de tres. Hubo que reordenar de nuevo nuestro pequeño mundo.

Llegaste un mes de febrero, al igual que el resto de ‘mujeres de mi vida’: mi madre, mi hermana y mi sobrina, como una carambola, o quizás no, del destino. Y yo empecé a temer. A veces, temí acontecimientos y supuestos lógicos y racionales, como cualquier madre; pero otras, también, recelé disparatadas y equivocadas figuraciones e hipótesis. Temí ausencias en la vida de tu hermano. Temí su sentimiento de ‘abandono’. Temí no encontrarte tu lugar. Pero sobre todo, temí no saberte querer.

¡Qué confundida y desatinada!

Cómo no iba a amarte. Cómo no amar esa lengua de trapo que se esfuerza en hablar incluso por encima de sus posibilidades haciéndose entender de un modo tan determinante que ojalá muchas mujeres copiásemos. Cómo no amar tu melena indomable, reflejo de tu propio carácter, que acaba en esos preciosos bucles, y que con tanto garbo y desparpajo te retiras del rostro. Cómo no dejarme conquistar por esa ‘gracieja’ innata y natural con la que impregnas cada gesto, cada palabra y cada mueca.

Eres rotunda en tus ideas y propósitos, pero también en tu forma de querer. Eres desconfiada, aunque sólo te dure unos instantes. Eres la alegría y el regocijo más inocente, sano y exagerado que he conocido. Eres ruido y carcajada. Divertida, risueña y tremendamente astuta. Independiente y autónoma más allá de lo que le corresponde a tus dos años. Como tu padre dice” si por ella fuera se cambiaba sola los pañales”.

Hija mía, a veces me recuerdas tanto a él –tu abuelo-. Hasta en eso has venido a halagarme. Es suya tu sonrisa socarrona y esas tremendas ganas tuyas de vivir. Sois de esa clase de personas a las que se celebra y disfruta y por las que los demás nos sentimos irremisiblemente atraídos.

¡Y qué caprichoso el tiempo!

Revisando fotos de entonces, hoy me cuesta creer que algún día fuiste tan bebé. Sin embargo, mientras te amamanto en mi regazo y recibo tu mirada mansa, dócil, serena y casi esquiva siento que poco ha cambiado en estos años y me parece que pudo ser ayer.

Tu presencia y existencia nos ha confirmado algo una vez más: los hijos llegáis a nosotros para agrandarnos el corazón. Para enseñarnos a amar de otro modo. Porque, pequeña Julia, ya no podemos (casi) recordar nuestra vida sin ti. En estos dos años que ahora te celebramos has sumados minutos imborrables y definitivos a nuestras vidas y familia. 

Existencias que hoy tiene un aún más poderoso sentido gracias a ti. ¡Felicidades, vida mía!

Amar con el ‘Alma’

Hace unos años escuchaba, mientras mi hijo -entonces único- dormía en mi regazo, en la Plaza de la Catedral de Murcia una preciosa interpretación de ‘Mi Tesoro’ en la voz de una madura, dulce, sosegada y segura Soledad Jiménez que me sacudía como hasta entonces esta pieza nunca lo había hecho. Supongo que, a veces, es la experiencia lo que provoca que algo te atraviese. Esta vez, yo era, también, madre.

Así, como creo que ya he comentado en alguna ocasión, desde el momento en el que me convertí en mamá me conmueven, me impresionan y me inquietan como ninguna otra cosa las confidencias e historias sobre maternidad. Es por eso, también, por lo que siento especial empatía con paternidades frustradas y con la angustia y la impaciencia de quienes ‘esperan’ un hijo.

No olvidaré jamás, cuando una buena amiga me dio la buena nueva de que su hermano y el marido de éste, por fin, serían padres, y en tan sólo unas semanas abrazarían a su pequeña “¿Tan rápido?”, exclamé yo más que emocionada. Sin duda, el entusiasmo me nubló, entonces, el raciocinio. Más de ocho años llevaban esperando ese maravilloso momento… ¡Tremendo ‘embarazo’! 

Aquello fue el comienzo de una preciosa historia de amor que he tenido el privilegio de vivir y seguir, aunque en la distancia, sintiéndome, de algún modo, parte. Ahora han ratificado esa paternidad en un juzgado que ha dado fe de la felicidad y la alegría de esta niña que, sin duda, es lo más importante.

Afortunadamente la diversidad en los modelos de familia cada vez es mas visible y, con ello, dejan de perpetuarse e imponerse roles antiguos que se quedan muy cortos para definir y recoger la realidad actual de cuidados, apoyo y cariño que reciben nuestros niños.

El amor y la protección al menor no son exclusivos de los lazos de sangre. He visto pocos ojos más enamorados que los de ‘daddy’ mientras contempla balbucear a su pequeña. Pocos abrazos más tiernos que los de ‘papá’ arropando su pequeña.

Que afecto y cariño puede haber más incondicional, absoluto e ilimitado que el de aquellos que aguardan y esperan tanto tiempo para acurrucarles. La adopción es el mayor gesto de amor y altruismo que puede hacer quien se siente padre o madre. No hay que parecerse a nadie para amarle.

Es por eso que, desde entonces, pienso en ellos cada vez que escucho “Mi pequeño trocito de vida es un ángel que viene a mí de puntillas”, sabiendo la fortuna que han tenido los tres en encontrarse. Sabiendo que la palabra familia en ellos adquiere el sentido más sublime y entregado: amor categórico, sin condiciones. Amar con el ‘Alma’.

Lo que amamos

La vida es cambio y evolución constante. Lo que mis ojos miran no es lo que mis padres contemplaron, ni aquello que mis hijos verán en su horizonte. Esto es a priori obvio; pero encierra mucho en su planteamiento.

Las personas necesitamos lugares y referencias que nos sirvan de baluarte frente a los vaivenes de la vida. Paisajes, en un amplio concepto, en los que habitar más allá del cuerpo físico. La literatura está colmada de lugares imaginarios en los que miles, millones de personas en ocasiones, han vivido, soñado y recreado. Hace poco les hablaba de ese mítico Macondo que García Márquez nos regaló y que en el último año han hecho realidad tridimensional a través del cine.

Pero en esta ocasión, no me refiero tanto a esos paisajes y lugares que el talento humano ha creado a lo largo del tiempo en la literatura, si no a la importancia de que algunas cosas perduren en el tiempo tal y como las conocemos. 

Hace unos años oí hablar a una mujer que aprecio, Antonia de la Fonda, que ella quería cerrar los ojos viendo su centenaria casa como la había conocido durante toda su vida, como la había recibido de sus padres. Lo que ella quizás no sabe es que otros muchos queremos seguir pasando por su puerta y seguir viendo su casa, como hemos hecho desde niños.

Fue un grupo de intelectuales y arquitectos, los que apabullados tras los desastres de la Primera Guerra Mundial, alertaban de la importancia de proteger monumentos -orgullo de la vieja Europa- frente a la barbarie y otro tipo de catástrofes -la especulación inmobiliaria también está en esta categoría-. Murcia ha sido en muchas ocasiones más madrastra que madre en el cuidado de su historia y patrimonio. Hemos perdido infinidad de construcciones y paisajes naturales que bien merecían su prolongación en el tiempo, su legado intergeneracional.

Todo esto viene al hilo de una conversación con el “Hombre del Renacimiento” de la fabulosa reconstrucción de la vetusta catedral de Notre Dame.

Aquellas imágenes pavorosas del devastador incendio de 2019 fueron un antes y después en muchos sentidos, no solo para el icónico edificio. Notre Dame ha sido el perfil reconocible de París durante siglos, mucho antes de que Eiffel diseñara su más célebre construcción. Esta catedral no sólo fue el escenario de algunos de los más destacados episodios de la historia de Francia y Europa, si no que para los franceses, especialmente, es una de sus banderas, de su memoria viva, de su orgullo. Y me atrevo añadir a lo anterior: de lo que aman.  Y es ahí donde radica esta pequeña reflexión.

Tras el incendio vinieron multitud de propuestas que dieron la vuelta al mundo, las hubo de todos los tipos. La conclusión final fue maravillosamente sencilla: Notre Dame debía volver a ser como antes del incendio, como todos la recordamos y amamos. Porque el fuego estará siempre presente en nuestras retinas pero su silueta gótica, prodigiosa, deber seguir siempre presente en el corazón de París.

Se armó el Belén

En el imaginario de muchos, sobre todo los que ya tenemos una edad, cuando se acerca diciembre, destacan dos recuerdos: la preparación de dulces navideños y la búsqueda de las viejas cajas guardadas para montar el Belén.  Y es que entre belenes andamos en mi casa, y no sólo en Navidad.

A mi hijo mayor le fascinan y, desde que tenía dos años , los colecciona, atesora y  juega con deleite con ellos. 

Un belén es mucho más que un montón de figuras, con o sin valor artístico. En muchas ocasiones se convierte en un puente intergeneracional, una posibilidad de descubrir historias relacionadas con los abuelos y con gustos de antaño.  Una apuesta por comprender el sentido discursivo de cada escena dentro de un conjunto, que no es poco en el aprendizaje de los más pequeños.  También suma el desarrollo del cuidado y el mimo: “las figuras de barro se rompen”, le decimos siempre a nuestro pequeño que desde hace ya un tiempo las atiende con celo.

El Belén nace en el siglo XIII en Italia, la tradición lo relaciona con la figura del Francisco de Asís. Lo maravilloso es que, desde casi sus orígenes, no sólo adornó palacios y ricas basílicas,  sino casas humildes y barrios populares. Su presencia estuvo históricamente relacionada con todos los estamentos sociales y así sigue siendo.   Una manifestación en la que , al igual que ocurre a veces con la música, lo más popular se funden con lo culto en maravillosa simbiosis.

Murcia es rica en tradición belenística. No es poco poder presumir de conservar uno de los belenes más bonitos e importantes del mundo como es el  realizado por Salzillo. Pero  fueron muchos más  los que llenaban palacios e iglesias murcianas, muchos de ellos de procedencia italiana; como los exquisitos Reyes Magos conservados en el museo de Santa Clara.  Es una suerte que en la feria de navidad que cada año se levanta en el paseo Alfonso X , las muestras  belenísticas siempre estén presentes y nos hablen de lo viva que está esta centenaria tradición.

Varios han sido los belenes  que hemos visitado en familia estos días: el de la iglesia de San José en Caravaca, la  parroquial de Lorquí,  el del Palacio Episcopal de Murcia, el de las Hermanas Clarisas en su maravilloso claustro y el de San Juan de Dios que la peña de la Pava erige cada año con un mimo y buen gusto impecables. Los belenes forman parte de nuestra memoria, de nuestra historia, son patrimonio de la infancia que se proyecta hacia el adulto.  En estos tiempos de prisas e inmediatez en que vivimos, os invito a montar y contemplar estas pequeñas obras de arte donde la vida late con  otro aroma, quizás el del niño que fue.

Noche de Reyes

Con la edad he aprendido que los bienes más valiosos que podemos atesorar son, sin duda, nuestros recuerdos. Aquellas vivencias que persisten en nuestra memoria incluso a pesar del inclemente y forzoso paso de los años.

Entre ellos, son especialmente entrañables los que guardamos de nuestra niñez, pues son los mas lejanos y remotos y los rememoramos, seguramente, con cierta neblina y confusión. Incluso, puede que con melancolía por aquellos que algún día se nos fueron. Mis Navidades jamás serán las mismas sin ellos; aunque ahora disfrute de la inocencia, la ilusión y la cándida mirada de mis pequeños.

En ese revuelo de maravillosos recuerdos que nos sobrevienen estos días encuentro anécdotas tan claras y nítidas que puedo revivir y recuperar incluso con los sentidos.

Había en el centro de Caravaca una gran tienda de decoración ‘Muebles Espallardo’ que con motivo de la Navidad colmaba una de sus dos extensas y diáfanas plantas de juguetes. Allí acudíamos los niños de aquel entonces para ultimar nuestras cartas de Reyes Magos disfrutando y repasando semejante muestrario de regalos. Nosotras solíamos ir junto a mi padre, que tenía amistad con el dueño, y nos llevaba a una en cada mano.

Entrando por sus grandes puertas acristaladas bajábamos al sótano, siempre más frío y más oscuro, por una corta y ancha escalera agarrándonos a un robusto, brillante y suave pasamanos de madera tallada. Al llegar, nos perdíamos entre filas y filas de trastos y marionetas.

Aquel año, mi hermana y yo nos encaprichamos de una enorme y preciosa casita de muñecas. Y, con la ingenuidad propia de la edad, la incluimos entre nuestros principales deseos. No éramos conscientes de que, por aquel entonces, este juguete era demasiado costoso para la situación de nuestros padres.

La mañana de Reyes, al despertar, encontramos en nuestro salón la misma casita de muñecas a penas amueblada, pues no había dinero para aquello.

Con el tiempo, nuestros padres nos confesaron que aquella Noche de Reyes se acostaron pasadas las tres de la mañana, junto a otros amigos que se les unieron, montando cada espacio y cada estancia de aquella casita para que todo estuviese perfecto. De este acontecimiento, evidentemente, no fui testigo pero lo han relatado y evocado tantísimas veces, con ese brillo en sus ojos, que siempre me he sentido parte.

Tanto es así, que hoy día, esa historieta suya es lo que más me emociona de aquel momento. Además, por supuesto, de pensar en el enorme esfuerzo que por nosotras hicieron con aquel regalo.

Con mis hijos, trato de hacer especial para ellos estos momentos. Construyendo recuerdos felices que serán, siempre, su mejor presente y obsequio.

Gracias, Gisèle

La representación de ‘La Libertad guiando al pueblo’ de Eugène Delacroix como alegoría de la revolución de 1980 contra del rey francés Carlos X, que supuso el fin de una monarquía borbónica de 16 años caracterizada por la represión y la persecución, es una de esas pinturas que ha trascendido al arte y a la historia y se ha convertido en icono social y popular de la lucha por los derechos y libertades, de la lucha del pueblo y la ciudadanía.

Tanto es así que este obra, pintada muchos años después de la Revolución Francesa de 1789, se ha vinculado a este acontecimiento histórico, incluso hasta nuestros días; no sin cierta intencionalidad del artista. El absoluto protagonismo de un ideal político: La Libertad, y los ‘complementos’ que ésta porta: sombrero y bandera tricolor, convierten el lienzo en un canto al nacionalismo francés y en un homenaje a la lucha que poetizaron muchas generaciones posteriores de artistas, como Delacroix. 

Pues bien, vuelve a ser en Francia, una vez más, pero en la Francia de nuestros días, que el rostro de una mujer se erige como símbolo de lucha por las libertades.

Estos días hemos sido testigos de como el dolor y el sufrimiento humano pueden transformarse y corregirse sólo en aras de un bien mayor, de un bien común. No estamos acostumbrados a comportamientos y conductas motivadas por ese pensamiento global, social. Sin embargo, la cruel tragedia de una mujer se ha transformado, gracias a su valentía y enorme generosidad, en una revolución feminista a la altura de otros históricos hitos dentro de esta corriente  y movimiento.  

Así, mientras Francia entera y el planeta se estremecían con las atrocidades a las que Gisèle Pelicot era sometida por su propio marido y  un centenar de hombres más –con el beneplácito de éste -ella, quizás en un plano moral superior al que los demás nos situábamos, decidía que su drama podía ser el punto de inflexión para que por fin “la vergüenza cambiase de bando”, para que por fin “el miedo cambiase de bando”.

En vez de sufrir en la más estricta intimidad la dureza de un proceso judicial que devastaría el ánimo de cualquier persona. En lugar de esconderse e incluso querer desaparecer para siempre, resolvió dar la cara. Dar la cara a la entrada de los juzgados en cada una de las sesiones que ha durado este mediático juicio, sin ocultar su rostro, sin tratar de pasar desapercibida.

Gisèle, con cada gesto, con cada mirada y con cada una de tus palabras has dado una lección de moral, de valentía, de grandeza y de magnificencia al mundo entero. Hoy tu rostro es icono de la lucha por la igualdad, de la lucha feminista.

Por nosotras, por nuestras hijas, por todas las mujeres: GRACIAS, GISÈLE.

Presente

No me tomo ni un café al día en calma. A veces ansío y anhelo esos diez minutos de degustación y silencio durante toda la jornada, pero raramente encuentro el momento. Son la excepción en mi rutina. Desde que amanece, trato de madrugar mucho en la mañana para tomarlo mientras en casa aún duermen pero siempre hay algún pequeño que entre mi ducha y la posterior bebida aromática me solicita y requiere. En las siestas confío en que podré adelantar mi lectura entre sorbo y sorbo, más son tantas las labores y quehaceres y tan poco el tiempo… Y cuando cae la noche, cada vez me puede más temprano el sueño.

Sé que ésta es la historia de vida de muchas madres y padres que intentamos trabajar, vivir, progresar y, a la vez, criar de forma consciente y presente. Y, claro, seguro que se puede hacer de muchas otras maneras y formas, pero hemos elegido hacerlo priorizando aquello que aunque ahora mismo no parezca lo más importante, necesario y urgente, sabemos que, sin duda, llegará el día en que tenga un sentido especialmente trascendente.

Hablo de poder recogerlos cada día en el colegio. De estar en casa cuando despierten. De acurrucarlos en la cama y leerles un cuento. De disfrutar las comidas y sobremesas, aunque en ocasiones sea entre reniegos y protestas. Y reconozco que mentiría si no dijese que esto, muchas veces, me provoca estrés e irritación, además de frustración por lo no logrado, lo postergado y las renuncias.

No me convence aquello de ‘poco tiempo pero de calidad’. Sin duda, cada uno tiene sus propias circunstancias y siempre será eso mejor que un progenitor ausente, indolente y/o apático. No se trata de juzgar otras prácticas. Pero lo que a mí me vale es no perderme una actuación del colegio; acompañarles en cada, recurrente pero dramática, vacuna;  acudir a las tutorías escolares para seguir, celebrar y compartir sus logros; sostener sus febriles frentes en cada proceso viral; festejar y darle valor a cada ‘primera vez’, desde el primer paso o palabra hasta la caída de un diente.  

No sólo se trata de posibilidades, sino de una elección. Decisión que implica reorganizarse, reestructurarse y postergarse, porque he aplazado y declinado oportunidades laborales y proyectos. He resuelto centrarme en su infancia creyendo, o confiando, que para lo demás ya habrá momento.

Y es que lo que para mí importa es poder estar, ahora que me necesitan; sabiendo que llegará el día en el que ya no podré estar presente.

Amor incondicional

Cuando se dice que ser padre/madre te cambia la vida, no solemos pensar en la profundidad y rotundidad de tal afirmación.

En muchas ocasiones me he referido, en esta misma página, a mi experiencia y cambio vital en el antes y después de haber sido madre.  Pero este comentario no va enfocado a recordar algo que generalmente damos por sabido, incluso por natural. Voy más allá.

Estos días reflexionaba, junto a mi ‘Hombre del Renacimiento’, como el ser padres nos ha hecho también renunciar a nosotros mismos para crecer, para agrandar el corazón y alcanzar otra madurez hasta ahora desconocida.  No hablo de renunciar a rutinas y hábitos  agradables de antaño, que también; sino a un renunciar a uno mismo, a lo más elemental -en ocasiones- en busca de un bien mayor. En busca del bienestar de tus hijos. Esa renuncia contrasta bastante con nuestra sociedad actual, donde impera la satisfacción rápida y el egocentrismo más estúpido.

Esta semana sufría un dolor terrible en un hombro y; sin embargo, me podía más el tratar de “continuar con la marcha” que mi propio cuidado y salud. No digo que esto esté bien, ni sea ejemplo de nada. Sólo reflexiono acerca de cómo el amor a nuestros hijos nos lleva a soportar y actuar de maneras nunca antes imaginadas.  Comemos -en muchas ocasiones- cuando ellos nos dejan, restamos horas a nuestro sueño por el bien del suyo. Incluso nuestra economía, en cierta manera, deja de ser nuestra para volcarse en sus necesidades y cuidados (presentes y futuros).  Insisto: no descubro nada al mencionar aquí esto; pero si quiero resaltar  hasta que punto ser padre o madre es uno de los actos más altruistas que ser humano puede experimentar.

Ese amor incondicional que nos lleva a no mirarnos tanto el ombligo, para ser capaces de cuidar con  el cuerpo y el alma a esos pequeños seres a los que llegamos a querer más que a nosotros mismos. Es ese amor el que creo que nos lleva a crecernos, a convertirnos en pequeños- grandes héroes para derribar cada día a cuantos gigantes surjan amenazantes. Un amor que nos lleva donde jamás habríamos imaginado poder arribar, a soportar, tal vez, aquello que nunca creímos aguantar. 

En la conocida película En busca de la felicidad, Will Smith, se expresa un poco esta idea: ¿Hasta dónde es capaz de llegar un padre por el bien de su hijo?. De qué formas maravillosas podemos anhelar no ya nuestro bien sino el de aquellos que en nuestras manos están, por encima de todo.

Ser madre me ha hecho crecer, crecer en ese amor incondicional- que nace de mis entrañas partidas- y que me da nuevas fuerzas siempre cuando los vientos arrecian.

Un lugar seguro en el mundo

Hace unos días, durante el desayuno, una amiga me comentaba que su psicóloga le había recomendado que buscase su ‘lugar seguro’. En psicología este concepto se aplica a una recreación de un lugar, momento, persona o situación, real o ficticia, que reconforte, calme y pacifique tu alma. Ese espacio mental en el que sentirse ligero, libre de opresión y carga. Y así, entonces, poder volver a evocar las sensaciones propias de ese instante para garantizar (en determinadas circunstancias) nuestra propia supervivencia emocional.

Jamás me había preguntado por ese lugar en mi vida. Aunque no me considero una persona precipitada o irreflexiva, últimamente voy por la vida con tanta prisa, siempre en los tiempos de descuento, que quizás no le dedico demasiado a la introspección y al recogimiento; pero cualquiera que sea madre y/o trabajadora podrá entenderme.

Pensándolo un poco, desde entonces, siempre me he sentido a salvo ‘en casa’. Y, en este caso, refiero, concretamente, a la casa de mis padres. Ese lugar al que constantemente he vuelto, cuando me he sentido más sola, vulnerable, perdida o desorientada. Sin embargo, no creo que sea exactamente ese el concepto.

Quizás, fuese entonces la soledad. Esos espacios conmigo misma que tanto he disfrutado en el pasado. Ya sea estudiando, leyendo, en una terraza sola comiendo… Siempre he sido muy sociable, pero he necesitado y buscado esos instantes de aislamiento, de profundo silencio, incluso en medio de la rumorosa y estridente ciudad. Aunque ahora es algo difícil saberlo, teniendo en cuenta que hace exactamente cinco años –que nació mi primer hijo –que no los encuentro. Entre llantos, reniegos, rabietas y “mamás” a cada momento, quizás sí sea mi lugar ansiado, un espacio para el sosiego.

Con un mundo completamente revuelto y turbulento. Con el dolor, terror y sufrimiento omnipresentes y el odio escalando y tomando las esferas del poder siento, más que nunca, la necesidad de hallar ese escondite, ese pequeño y secreto agujero.

Más ni la soledad, ni el hogar materno logran, estos días, traerme o proporcionarme algún alivio o, al menos, un poco de consuelo.

Ha sido, entonces, en la oscuridad de la noche, y con un cierto silencio, mientras contemplaba a mis pequeños, a mi lado, durmiendo, sanos y a salvo, entre mi marido y mi propio cuerpo, cuando he sentido que ese es el verdadero sosiego, una paz y una calma nada ostentosa. Esos momentos de relativa ‘soledad’ en los que no me importa romper el sueño para ser consciente de la profunda dicha que tengo. Un lecho que sirve de amparo y refugio. Mi lugar seguro en el mundo, humilde y reconfortante.