
Durante las primeras décadas de nuestra vida actuamos como si el tiempo fuese inagotable. Hacemos largos inventarios de libros por leer, películas por ver y lugares por visitar. Vivimos rodeados de listas, de sugerencias y recomendaciones, y de pendientes acumulados que suelen crecer más rápido que nuestra capacidad de atenderlos. Pensamos, erróneamente, que hay que estar al día de todo. En otro tiempo, por ejemplo, jamás hubiera ‘fallado’ en ningún palmarés relevante. No había obra premiada que no dominase o reconociese.
Sin embargo, llega un momento – siempre sigiloso -en el que comprendes que la vida es limitada y el mundo, inabarcable. Se cumplen, así, aquellos versos de Gil de Biedma que durante años contemplé cada mañana en la madrileña estación de metro de Ciudad Universitaria: “Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde: como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante”.
No leeremos todo. No veremos todo. Ni visitaremos todo aquello que alguna vez anhelamos. Esta revelación, lejos de resultar derrotista, es profundamente liberadora. Nos obliga a elegir. Y elegir, cuando se hace con conciencia, es una forma de respeto hacia el tiempo que nos queda. En un contexto y una sociedad marcados por el exceso, en todos los sentidos, la selección se convierte casi en un acto de resistencia.
Decidir qué consumir implica también definir qué no consumir. Y ese no, lejos de ser una triste renuncia, se convierte en una contundente afirmación. Tienes la capacidad, la autoridad y la sabiduría para determinar qué merece tu tiempo, tu atención y tu energía. Decía Séneca que “no es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho”.
Por eso, a medida que uno toma conciencia de su propia finitud, se vuelve más selectivo. Aparece un criterio más personal y, también, más honesto que va más allá de las modas, recomendaciones y novedades. Empezamos a elegir aquello que de verdad nos mueve, nos conmueve o nos transforma. El ‘consumo’ pasa a ser más significativo que acumulativo.
Aprender a elegir es aprender a prioriza: a veces descartando lo nuevo y, otras veces, volviendo a lo antiguo, a lo conocido. Aprender a elegir significa también permitirnos regresar a lo ya vivido: releer un libro que marcó una etapa, revisar una película con otros ojos o regresar a un lugar que aún tiene algo que decirnos. Repetir no es estancarse, sino profundizar.
Aceptar que no llegaremos a todo es, en el fondo, un gesto de madurez. Nos libera de la obsesión por acumular experiencias y nos acerca a una vida más consciente. Porque si algo se vuelve evidente con los años es que el tiempo es el único bien que no se renueva. Aprender a gastarlo con sentido y criterio es, quizás, una de las formas más honestas de vivir.