La vida puertas adentro

Reconozco que soy un poco voyeur, no en el sentido más estricto de la palabra. No me place y complace observar los encuentros y actitudes más íntimas, pero sí hay un aspecto que yo considero dentro de la más escrupulosa privacidad y que disfruto escudriñando. Hay un deleite suave y silencioso, una fascinación que no se confiesa, en mirar casas ajenas.

No necesariamente casas monumentales de revista, ni interiores impecables de catálogo, sino casas reales que respiran. Las que tienen vida en las esquinas, polvo en algún estante, objetos que no siempre combinan y fotos torcidas que siempre olvidamos enderezar.

Entrar al hogar de otra persona es atravesar una piel invisible. Lo público queda atrás y aparece un escenario más íntimo donde todo tiene su significado. Andar pasillos desconocidos, descubrir rincones personales, observar cómo alguien distribuye y coloca sus libros, qué tipo de cuadros cuelga en la pared o cómo ilumina el salón. No se trata únicamente de arquitectura o decoración, se trata de vida. De historias. De identidad.

Los objetos se convierten en narradores. Las casas cuentan historias. Observar estos espacios nos permite intuir particularidades y características de sus dueños: sus rutinas, sus gustos, sus anhelos. Una vivienda revela prioridades: comodidad, orden, caos creativo, acumulación afectiva, austeridad estética. Nuestras casa hablan de cómo vivimos. Cada una es un pequeño mundo: cultura, hábitos, modos de relacionarse… Recorrerlas es como asomarse a un universo ajeno, un viaje íntimo a otras vidas.

A veces miramos para cuestionar lo que tenemos o como inspiración. Conocerlas nos permite compararnos y reconocernos. Entrar en otros hogares nos ayuda, incluso, a entender nuestras propias manías y preferencias.

Hace unos días, recibí en casa un ejemplar que llevaba años queriendo adquirir: ‘Casas. Atlas de los hogares del mundo’, de la editorial Mosquito. Un maravilloso cuento ilustrado que hace un bonito recorrido por los diferentes tipos de viviendas del mundo: desde las blancas construcciones ibicencas, a las cabañas islandesas o los apartamentos abuhardillados de París , pasando por las mansiones de San Francisco y las encantadoras casitas de la Provenza francesa.

Y es que cuando viajo acuso aún más esta práctica pues puedo confrontar estilos y formas de organización social y cultural muy diversas y diferentes. Puedo aprender y llevarme conmigo, a modo de suvenir, lo visto y aprendido. Este verano, cuando vistamos Burdeos, me recuerdo curioseando y ojeando por los ventanales de sus grandes e imponentes edificios, la mayoría de ellos sin cortinas, la vida y la actividad que se desarrollaba dentro.

Mirar casas ajenas no necesariamente implica invasión, puede hacerse desde el más profundo respeto, como un acto de contemplación. Un reconocimiento de que cada persona construye su refugio a partir de su historia y que, a veces, llegamos a conocer esa historia a través de un escritorio abarrotado o una pared casi vacía. Hay en este gesto una voluntad de comprender sin preguntar, de aproximarnos a la intimidad de otro sin quebrarla, de encontrar belleza en lo cotidiano.

Las casas hablan de nosotros con una sinceridad y claridad que ni siquiera nosotros nos permitimos o somos capaces de verbalizar. Las casas son el escenario donde transcurre lo importante, lo que no contamos, la vida puertas adentro.