Violencia cotidiana

Tengo 42 años y he sufrido violencia de género. Yo y la gran mayoría de mujeres que conozco, aunque algunas ni lo saben. Y es que la violencia de género no siempre aparece en forma de agresiones físicas o gritos. Todo lo contrario. Tiene un modo mucho más sutil de insinuarse y consolidarse en nuestras vidas.

Empieza con una afirmación disfrazada de broma, con un comentario sobre cómo vamos vestidas, con miradas impertinentes o pequeños gestos que resultan groseros. Empiezan en lo pequeño, en lo cotidiano, en lo que no parece tan grave y que tantas mujeres hemos normalizado porque así aprendimos a sobrevivir.

La violencia de género comenzó con ese nudo en el estómago al caminar sola de noche por la calle, con la necesidad automática de revisar quién camina tras nosotras, con el paso acelerado al escuchar pisadas que nos siguen, con la obligación de llegar a casa con las llaves en la mano o fingiendo hacer una llamada. No había agresión física, pero sí una percepción de amenaza que me acompañó durante años. Y no fui la única. Muchas desarrollamos nuestras propias estrategias de autoprotección, asimiladas demasiado pronto, como si fueran parte natural del crecimiento.

Y es que la parte más cruel de esta violencia es precisamente su invisibilidad. La vivimos en la calle, en el trabajo, en la pareja, en los espacios públicos y privados. Y aunque parece menor, porque no deja heridas evidentes, modela nuestra forma de estar en el mundo.

He vivido la violencia de género también en el entorno laboral, asumiendo y aceptando roles, puestos y contextos por el hecho de ser mujer, aunque supusieran una desigualdad manifiesta con mis compañeros. Reconozco que también hubo quien confió en mí y valoró mis capacidades por encima de cualquier otro condicionante. A esos hombres hoy –algunos sabrán quienes son -les doy las gracias porque, sin saberlo, contribuyeron también a mi propia estima profesional.

Puedo relatar episodios de violencia sexual a plena luz del día y sin el mínimo sonrojo o bochorno de quienes los perpetraron; alguno de ellos de tono bastante elevado.

La viví en alguna de mis relaciones, de forma tácita y completamente explícita. En comentarios o preguntas enmascarados de preocupación que pretendían controlar mis decisiones pero, también, sufrí violencia psicológica, económica, gritos y amenazas. Aprendí a pedir perdón por cosas que no eran culpa mía y me acostumbré a no molestar; y eso también es violencia: violencia cotidiana.

Pero lo cotidiano no es menor, lo cotidiano se perpetúa. Este tipo de violencia, denominada micro violencia o violencia simbólica, tiene un impacto profundo porque modifica conductas, genera alertas permanentes, obliga a adoptar estrategias de autoprotección y dinamita la autoestima y el amor propio.

En otro tiempo, jamás hubiera imagino esta confesión. Jamás hubiera dicho que, también, fui victima. Hoy escribo no para señalar a nadie, sino para dejar constancia de algo que durante años me pareció invisible. Algo que viví en mi más estricta intimidad pero, a veces, lo íntimo también es universal. Hoy escribo para dejar testimonio de que la violencia cotidiana ha sido parte de mi historia, como de la de muchas otras mujeres, y que no por común debe ser normalizada porque es el germen de violaciones y agresiones mayores. No fueron exageraciones, malentendidos, detalles… fue violencia.

Deja un comentario