
Cuando miro a mis hijos, entiendo por qué es tan urgente proteger la infancia. Hay momentos en los que los observo, sus ojos curiosos e inocentes y su forma de descubrir el mundo con asombro y sin miedo, y me pregunto si estamos –si estoy –haciendo lo suficiente por ellos y, consecuentemente, por todos los niños y niñas. Ser madre cambió mi forma de ver y juzgar sus necesidades y sus derechos; dejaron de ser puntos y objetivos recogidos en un documento internacional para convertirse en algo vital, orgánico y urgente. Desde que soy madre me duele como propia cada injusticia y agravio a un menor en cualquier parte del mundo. Desde que soy madre he aprendido tantas cosas importantes.
He aprendido que mis hijos no sólo necesitan que los cuide, también requieren que los escuche y los atienda. Sus preguntas, sus inseguridades, sus pequeñas grandes opiniones… porque todo eso forma parte de quiénes son y quiénes serán. Esto me hace pensar en las muchas ocasiones en las que los adultos –yo misma –callamos a los niños sin mala intención, como consecuencia de las prisas y el estrés que arrastramos. Sin embargo, si nos detenemos escasamente un instante para oírlos y atenderlos, con amor y paciencia, descubriremos como en cada interacción e intercambio crecen un poquito más por dentro. Ahí comprendí que el respeto (también hacia ellos) empieza por la escucha.
Nadie te prepara para la difícil tarea de educar, y menos aún para hacerlo sin perder la paciencia. Cada vez que levanto el tono, dejándome llevar por el cansancio y la fatiga diaria, y una de sus vocecillas me cuestiona: “¿Mamá por qué me hablas así?”, tomo inmediatamente conciencia de que ellos no entienden de frustraciones personales ni exigencias laborales, ellos no entienden más que de ternura y cariño. Y es que mis hijos deben ser tratados con respeto, incluso cuando estoy agotada o ya no tengo fuerzas. Ellos aprenden de mí –de nosotros –cómo se convive con los demás y cómo afrontar los conflictos y no merecen, ni quiero, que el mundo les enseñe su dureza antes de tiempo.
Ser madre te enseña muchas cosas. Esa sensibilidad especial para detectar el peligro antes de tiempo, para anticipar heridas. Y no me refiero a las físicas únicamente, sino también a esas palabras y expresiones que lastiman, a esos ambientes que asfixian y a esos silencios que pesan. Deseo que mis hijos encuentren en casa un refugio; en la escuela, un lugar seguro en el que ser ellos mismos y en su entorno, un espacio al que no teman. Nuestro universo puede, sin duda, ser caótico pero los niños deberían contar con ese rincón en el que sentirse a salvo, siempre.
Lo más difícil de ser madre no es protegerles; el gran desafío es ser ejemplo, ser coherente. Nuestros hijos nos observan constantemente. Por eso, incluso con mis caídas e imperfecciones, trato de ser el modelo y el espejo en el que algún día necesitarán mirarse cuando yo no esté cerca para guiarles o explicarles. No busco ser perfecta pero sí procuro enseñarles que la bondad es una fuerza, no una flaqueza.
Sin duda, quedan aún muchos desafíos importantes: la pobreza infantil, las desigualdades de acceso a la educación y la sanidad, la vulnerabilidad ante la violencia, la situación de migrantes y refugiados, la indefensión de la infancia en escenarios bélicos y la desprotección de nuestros menores en el mundo digital son solo algunos ejemplos. No son retos sencillos, pero son retos que estaría bien afrontar con el corazón de una madre.
Y es que desde que soy madre, no puedo mirar a otro niño o niña sin pensar que también es el centro del mundo para alguien o, lo que es más duro, algunos, por perversiones o anomalías, no son el centro de nadie.