Emprendiendo el vuelo

Verte crecer, hijo mío, qué contrariedad tan épica y extraordinaria. Celebro cada año, cada día y cada instante de tu existir más que el mío propio. Sin embargo, mentiría al no reconocer que, a veces, cedería mi alma al diablo para detener el tiempo. Para evitar que te me escapes de las manos, tan poquito a poco pero tan seguro y tan cierto. Para evitar que seas cada vez más tú y menos nuestro. 

Es tremenda la fascinación que me produce acompañarte en tu crecimiento, participar y contemplar en la persona en que te estás transformando; pero es enorme la nostalgia al recordar cada paso previo, pasado y necesario, que jamás regresará, en este milagroso y, a la vez, natural transcurrir del tiempo.

Yo me resisto a renunciar al niño que abandona su cama cada madrugada buscando refugio en la nuestra. Al pequeño que todavía nos necesita para descubrir sorprendentes historias en los cuentos. Al chiquillo que aún camina de nuestra mano por la calle. Sin embargo, al mismo tiempo, me embeleso viéndote crecer: enfrentándote a la lectura sílaba a sílaba por primera vez; trazando tu nombre en minúsculas letra a letra; o resolviendo sumas y restas con tus redondos dedos.

Disfruto tanto de tu naturalidad, tu espontaneidad y tus ocurrencias; de tus teatros y espectáculos improvisados o ensayados de aquella manera; de tu innata capacidad de asombro por casi cualquier cosa; de la encantadora creatividad de tus juegos, que me entristece pensar que, algún día, estas escenas ya nunca vuelvan.

Paradójicamente, me impacienta lo que está por venir, lo que por lógica ha de acontecer y todo aquello que nos sobrevendrá en algún momento. Sé que llegarán –o así lo espero – tiempos de desvelos, de primeros amores, de desengaños y decepciones. Pero confío en que el trabajo que ahora hacemos nos prepare a todos para los nuevos escenarios y acontecimientos.

Hijo, algún día comprenderás la difícil misión de ser padre y/o madre, como nosotros ahora lo estamos entendiendo. No hay tarea más elevada que custodiaros y asistiros en vuestro desarrollo y crecimiento tratando de consolidar vuestras cualidades y condiciones y fortalecer y fijar buenos y bellos valores y sentimientos.

Te veo crecer y me admiro. Sonrío. Me emociono. Me ocupo y me preocupo. Disfruto y padezco. Decía el pintor y escritor libanés Khalil Gibran en uno de sus poemas, con respecto a los hijos, que “puedes hospedar sus cuerpos, pero no sus almas, porque ellas viven en la casa del mañana, que no puedes visitar ni siquiera en sueños”.

Es por eso que trato de apartar difusos recuerdos e inciertas ensoñaciones; de alejarme de un pasado que ya fue y de un futuro que quién sabe qué será. Es por eso que hoy, hijo mío, celebro la dicha de ser tu madre y los seis años de tu nacimiento abrazando tu aún pequeño cuerpo y advirtiendo como tu alma abre alas para iniciar su propio vuelo.

Entre símbolos

En casa, como dice mi hijo: somos de celebrarlo todo; maravillosa herencia que mi padre nos legó. Cualquier pretexto es bueno para organizar algo especial, decorar la casa o hacer alguna receta típica. Llevamos, pues, meses pensando, diseñando y preparando sus disfraces de Halloween para este año; y mientras lo hacemos ya lo disfrutamos. En esta ocasión, el mayor, con unos intereses y gustos bastante personales ha elegido la representación de Medusa como atuendo; el ser mitológico griego con cabellos de serpiente que convertía en piedra a todo aquel que lo miraba fijamente a los ojos.  

Esta particular elección ha traído consigo una atención extraordinaria por el mundo y el entorno de los reptiles y las culebras. Su morfología, sus diferentes colores, su alimento, su hábitat… Así, entre otras cosas, hace unos días me preguntaba por el sentido que tenía la copa rodeada por serpientes que había visto en todas las farmacias que había visitado. Le expliqué entonces que ésta era la copa de Higía, la diosa griega de la Salud, y que simbolizaba el poder curativo que tenía el veneno cuando se usaba como antídoto, como medicación.

Pero lo importante, es la reflexión que yo me hacía días después. Él guardaba en su subconsciente esta forma sin mayor repercusión, pues jamás nos había consultado por ella, pero está claro que tampoco pasó desapercibida. Sólo hizo falta un nuevo estímulo que indujese y recuperase ese recuerdo. Fue entonces, cuando me di cuenta de la trascendencia de los símbolos a los que están expuestos nuestros pequeños a diario.

Recordaba, también, sus cuestionamientos sobre el arco iris que lucían diferentes edificios y emplazamientos con motivo del Día del Orgullo LGTBIQ+ y cómo esta curiosidad fue la excusa perfecta para explicarle la importancia de dotar de significado a los símbolos y representaciones que nos rodean. Le decía entonces que un arco iris es mucho más que un dibujo; para muchas personas supone libertad, igualdad, respeto y un lugar en el que sentirse a salvo. Por eso nosotros lo llevábamos en nuestros abanicos y mamá en su bolsa para ir al trabajo. Llevar o no el pañuelo palestino, el lazo morado o la paloma de la paz no es algo banal.

Los signos y símbolos son la base del lenguaje que utilizamos para pensar y organizar nuestras sociedades; son herramientas para compartir experiencias emocionales y culturales creando sentido de comunidad y memoria colectiva; han sido utilizados desde la prehistoria para contar historias y transmitir ideas; nos ayudan a interpretar el mundo y darle sentido a nuestro entorno; son fundamentales para el desarrollo de conceptos más complejos y ayudan a regular nuestras acciones y comportamientos en un contexto social determinados. El conocimiento y reconocimiento de los signos puede ser y ha sido en diferentes periodos de la historia la diferencia entre vivir o morir.

En los niños, éstos despiertan la imaginación y la curiosidad y les ayudan a entender el mundo. Son instrumentos poderosos para educar en valores, transmitir cultura y formar la identidad. Pues bien, en un entorno y un contexto difícil y complicado de comprender y asimilar, incluso para los que tenemos cierta edad, es crucial saber discernir y elegir los símbolos y representaciones que queremos que los guíen y acompañen. Los símbolos que nos van a significar, entre los que van a crecer y vivir.  

Quedarse en casa

Reconozco, aunque no resulte nada popular, que cada vez me interesa y me apetece más quedarme en casa. Quizás tenga algo que ver con la edad y con que nos queda poco nuevo por hacer que no se haya hecho ya. Quizás, también, influya una rutina diaria extenuante con dos niños pequeños. Y, posiblemente, la placidez de un espacio propio y cuidado también concurra. Pero de lo que no tengo la menor duda es de que la delirante realidad que impera ahí afuera es determinante y crucial en este encierro.  

Ruido. Tanto, tanto ruido, que cantaría Sabina. Gentes vociferando e insultando. Matones de palabra. Chulos faltones que se creen élite. Humanos con discursos completamente deshumanizados y deshumanizadores. El bombardeo constante de mensajes malsanos y nocivos. Discursos tóxicos y argumentos dañinos, feroces y sanguinarios. Recuerdos y evocaciones insistentes y dolorosas que me convencen y reafirman en no querer forma parte de todo este desorden, bullicio y desconcierto.

Habrá quien piense que soy una inapetente, asocial o, en el mejor de los casos, una mujer solitaria. ¡Nada más lejos de la realidad! Se trata tan sólo de que, como a muchos os ocurrirá, ha llegado un momento en el que me he construido y reforzado tanto que he dejado de temer a la soledad y al silencio y he empezado desconfiar y rehuir todo aquello que sé que me hace daño. No es ilusorio ni inocente, es autodefensa y amor propio. No es una consecuencia de nada, es una elección propia.

Quedarse en casa no es por tanto para mí una fuga o una huida cobarde; es un escondite del exceso, de la desproporción, del feísmo, de la brutalidad, de la vulgaridad y de lo monstruoso e inhumano. Es buscar un lugar seguro.

Recuerdo ahora, paradójicamente, la ansiedad y la angustia del confinamiento obligatorio de hace unos años –con motivo de la pandemia de COVID-.  Como las cuatro paredes de aquel apartamento con una sola ventana me asfixiaban. Recluida con un bebé de seis meses y lejos de cualquiera de nuestros familiares. Es verdad que las circunstancias son muy distintas, pero me asombra como un mismo concepto puede tener tan diversas y antagónicas connotaciones.

Así, ahora valoro la serenidad y el sosiego de un salón en orden y en calma, de un sillón con café y manta, de unos fogones trabajando e impregnando de olor toda la estancia; mientras mis pequeños corren, gritan y alborotan cada rincón de nuestra casa. No es una casa perfecta. No es la perfección lo que me place y me agrada, es la convicción de haber construido espacios amables que habitar, un refugio físico para el alma. 

Nostálgica

Sin duda la evolución supone, entre otras cosas, que haya ciertas prácticas, usos y ritos que se van perdiendo con el tiempo. Así como en la actualidad no salimos a cazar nuestro sustento con puntas de flechas talladas en piedra, ni cabalgamos a lomos de corceles para salvar las distancias que nos separan; hay otros protocolos que poco a poco, de una generación a otra, comienzan a olvidarse y/o desatenderse. La revolución digital ha simplificado y agilizado muchos procesos, acortando tiempos y distancias. Sin embargo, hay experiencias más tradicionales y populares que siempre merecerá la pena vivir –aunque sea una sola vez-.

Así, trato, en la medida de lo posible, que mis hijos conozcan estos hábitos que, además de enriquecer su cultura y conocimiento, fueron, en otro tiempo, bastante más rutinarios para sus propios padres.

Mensualmente acostumbramos a realizar una o dos actividades

–cuando no son más-, en cierto modo, extraordinarias, singulares o poco frecuentes que enriquezcan su imaginario. En septiembre, mi primogénito pintó y decoró una tarjeta a mano que dedicó y remitió a sus primos de Caravaca; aprendiendo, así, el modo y el orden en el que se escribe una dirección postal. Unos días después, lo acompañé al servicio de Correos para estampar un sello a su creación y que entendiese este proceso de la comunicación escrita, mucho más ceremonioso que el envío de un instantáneo whatsapp.

A final de mes, hicimos, también, una excursión a la Biblioteca Regional. Ya habían visitado otras sedes, tanto en nuestro municipio como en otras ciudades. Sin embargo, pensé que la dimensión y oficialidad de este espacio les resultaría mucho más interesante. Tras entrar y recorrer con curiosidad sus pasillos, mientras yo intentaba que guardasen cierto silencio, centraron su atención en los libros. Repasamos muchas de las estanterías recomendadas para su edad y ojeamos algunos ejemplares. Les pedí que hicieran una selección de los que querían llevarse y cuando se hubieron decidido acudimos al mostrador con nuestros montones para solicitar el préstamo. Cada uno con su carné fue protagonista de este sistematizado ritual. Y, además, saben muy bien que, en unas semanas, tenemos que ir a devolverlos.

Seguramente hoy sean muy pocos los jóvenes y adolescentes que usan el servicio postal y, al contrario, cada vez son más los que leen en formato digital. Sin embargo, aunque nadie duda de la practicidad de estos hábitos y costumbres, jamás se podrán igualar al encanto de fijar un estampilla –diferente cada vez – y esperar que esas letras recorran físicamente casi cualquier distancia apareciendo en el otro lado del mundo. Con la lectura, me pasa igual. Me gusta palpar, oler, pasar, ojear, doblar y subrayar. La magia de abrir o terminar otro ejemplar. Disfruto de entrar en una biblioteca con la incertidumbre y la ilusión de no saber con qué libros me voy a encontrar y cuáles me acompañarán.

Llámenme nostálgica, pero hay ciertas cosas de tiempos pasados que, para mí, sí seguirán siendo mejor.