¡Bon voyage!

Jamás digo que no a un viaje. Ni siquiera cuando al ‘Hombre del Renacimiento’ se le ocurrió llevarme a un crucero por el Nilo en mi casi octavo mes de embarazo. Tuvo que ser una empleada de la propia agencia de viajes quien aportase un poco de cordura y cautela proponiendo otras alternativas más seguras y ajustadas a mi avanzado estado de gestación.

No he viajado todo lo que me gustaría –como me imagino que nos ocurre a la mayoría –pero trato de no perder ninguna oportunidad para hacerlo; incluso ahora que lo emprendemos en compañía de dos pequeños aventureros. Supongo que sería mucho más sencillo disfrutar nuestras vacaciones en un cómodo resort o apartamento en la costa; sin embargo, y pese a las contrariedades y enredos de hacerlo en familia, me resulta mucho más gratificante y enriquecedor conocer nuevos ‘mundos’ y sé que a mis hijos, con el tiempo, también les reportará nutridas gracias y favores.

Siempre he pensado que los viajes enriquecen el alma, el pensamiento y, por supuesto, el imaginario personal –y ahora, también, familiar – . Será uno de los autores franceses más publicados y traducidos en el mundo y reconocido como el padre del naturalismo literario, Émile Zola, quien afirme: “Nada desarrolla tanto la inteligencia como viajar”.

Estos días, precisamente, hemos visitado la tierra natal de dicho escritor con una ruta en coche recorriendo algunas localizaciones de la antigua región de Aquitania y la costa francesa. Cuando viajamos solemos intentar permanecer en una estancia el tiempo suficiente para sentirnos familiarizados con sus espacios y rincones, sus gentes y sus costumbres. El centro neurálgico lo establecimos en la bellísima Burdeos y reconozco que abandoné la ciudad con cierta melancolía. Hubiera vivido allí un año entero.

Me cautivó su pulso cosmopolita pero desacelerado; sus exquisitos y cuidados edificios de estilo ‘parisino’ –que le han valido el título de Patrimonio de la Humanidad- y la sobriedad y elegancia de sus decoraciones; sus cuidadísimos y románticos jardines y parques públicos; sus coquetos cafés y el aire bohemio de sus cervecerías; su medida iluminación nocturna lejos de estridencias; el silencio que impera en sus grandes avenidas pese a ser un ir y venir de autóctonos y turistas; la priorización de los viandantes y bicicletas en todo su caso histórico; y ese ‘je ne sais pas’ de su gente que los hace tan distinguidos.

Me pareció una ciudad con un ritmo y un sentir muy europeo de la que me traje algunas ideas, proyectos y cambios que aspiro a implementar en mi vida estos días. Porque uno nunca vuelve de un viaje siendo el mismo que partió.

No sé si viajar nos hará más inteligentes –aunque yo jamás cuestionaría a un dos veces nominado al Premio Nobel, aunque nunca lo recibió-, pero de lo que no tengo duda es de que nos hace mejores, más felices y más humanos.