‘Memento mori’

La pérdida es algo para lo que nunca estamos preparados. Perder significa renunciar a algo que uno quiere. Extraviar algo que un día tuvo. Siempre es doloroso. Sin embargo, la forma en la que nos preparamos y orientamos para esa pérdida puede suponer la diferencia entre la frustración y la angustia, y la sana aceptación y entendimiento. Ni que decir tiene que este mal o quebranto se hace aún más agudo cuando se pierde a un ser querido o una vida humana.

Será por esto, por esa huida de cualquier tipo de contrariedad o sufrimiento que caracteriza a nuestra sociedad, que nunca hablamos de la muerte. Pero no mencionarla no la evita; es más, hace más devastador, si cabe, su advenimiento. Ésta se ha convertido en el gran tabú de nuestra civilización

-invisibilizándola y evitando cualquier contacto-, lo que no ocurre con otras que nos precedieron: desde la meticulosa organización para el viaje al más allá de las almas en la antigua Grecia; a las ofrendas mexicanas que ayudan a ‘regresar’ a los muertos; pasando por los rituales de preparación y apresto del cuerpo de los egipcios, son muchas las culturas que han vivido y convivido a diario con la caducidad de nuestro tiempo.

El arte puede ser, una vez más, una forma suave, amable y bella de acercarnos a lo que no nos gusta, a lo que tememos. El arte de las postrimerías o arte de las ‘últimas cosas’ se refiere a las obras que, especialmente en el Barroco español, representan los destinos finales del hombre. Una de las pinturas más emblemática de este género son Los Jeroglíficos de Juan Valdés Leal en el Hospital de la Santa Caridad de Sevilla. O, también, podemos aproximarnos a través de las famosas Vánitas o dibujos de calaveras, consideradas un subgénero del bodegón, que simbolizan pictóricamente la fugacidad de la vida y la certeza de la muerte. Destacar, entre muchas, ‘Pyramide des crânes’ del gurú de los cubistas Paul Cézanne, o la popular ilustración ‘All is Vanity’ de Charles Allan Gilbert, comprada por la revista LIFE, y que se ha convertido en una de las ilusiones ópticas más reproducida de todos los tiempos.

Siempre que veo uno de estos cráneos recuerdo el interés que han despertado en mi hija pequeña desde poco después de su nacimiento. Al contrario de lo que pudiera resultar lógico, esta representación de la muerte la ha fascinado hasta el punto de buscarlas en sus diferentes formatos y representaciones, incluso, para llegar a besarlas. Jamás olvidaré su cara de asombro en la Capela dos Ossos en la Iglesia de San Francisco en Évora rodeada de cientos de esqueletos.

Y es que aunque nosotros hemos tratado de no ‘proteger’ a nuestros hijos de esta forzosa realidad, ha sido esta semana cuando se han enfrentado de forma más personal a esta verdad. Han vivido, quizás, la pérdida más importante desde que tienen cierta conciencia. Hemos tenido que despedirnos de una gatita que acompañaba al Hombre del Renacimiento desde hace casi dieciséis años. En el proceso ha habido instantes de todo: de risas, de lágrimas, de incomprensión, de dudas… pero han estado presentes en cada momento. Desde la recogida de su cuerpo en el hospital veterinario en el que no pudieron hacer más por salvar su vida, hasta su sepultura en el sereno y agradable jardín-huerto que su padre cuida y trabaja con esmero desde hace tiempo.

La comprensión y el conocimiento de lo que realmente estaba sucediendo les permitió reconocer sus emociones y sentimientos y nosotros intentamos acompañarlos desde la honestidad y el respeto para ofrecerles algún consuelo.

Y es que por más que pretendamos la huida, como advierte la célebre expresión latina, Memento mori: Recuerda que morirás. Y siempre será mejor vivir sabiéndolo.

Educar en el asombro

No hay responsabilidad más grande en el mundo que ser padre o madre. Jamás tendremos un encargo tan importante como éste. Y aunque pueda resultar una revelación bastante obvia, creo que lo evidente y manifiesto de la misma no implica, necesariamente, la oportuna y vital dedicación que supone. La mapaternidad requiere presencia.

Una presencia que debe ser, sin duda, de calidad: consciente y atenta; pero no sirve excusarse en la falta de tiempo para reducirla a contados momentos de juego y entretenimiento. Los padres y madres tenemos que estar.

Es verdad que la frenética y delirante rutina laboral y social a la que estamos sometidos no lo pone demasiado fácil para conciliar y que, en algunos casos, no hay opción viable. Sin embargo, estoy segura de que la gran mayoría podemos cambiar, modificar o aportar algo a nuestros horarios y organización para priorizar lo que verdaderamente es lo más importante.

Yo, que antes de serlo nunca sentí algún tipo de instinto maternal, trato de tomarme muy en serio esta responsabilidad. En los primeros meses y años desde una perspectiva de protección vital primitiva para asegurar su supervivencia. Y, después, a partir de una posición mucho más reflexiva y deliberada para acompañarlo en su educación y crecimiento.

Yo, que jamás me gustaron los libros de autoayuda ni las recetas mágicas para conseguir algo, me sorprendo leyendo, releyendo y subrayando un libro tras otro sobre educación y crianza.

Así, el último ejemplar que ha caído en mis manos y que he acabado en tan sólo una madrugada, es una especie de manual de la educadora y psicóloga canadiense Catherine L´ Ecuyer ‘Educar en el asombro’ en el que instruye, de algún modo, a los padres y madres para realizar un acompañamiento respetuoso con nuestros hijos en un mundo agitado, exigente y desafiante. Partiendo del origen del conocimiento, y citando algunos de los clásicos, hasta recursos más concretos que poner en práctica con nuestros pequeños.

Consejos, algunos, que ya cultivábamos en casa y, otros, que estamos incorporando que inciden en aspectos como las bondades del juego libre, la necesidad de establecer límites claros y equilibrados, el beneficioso contacto con la naturaleza, el respeto a sus ritmos, cómo trabajar y tratar la hiperestimulación, el necesario silencio, el sentido del misterio, la humanización de la rutina, la búsqueda de belleza, la huida de la vulgaridad y el feísmo o los favores y gracias de la cultura.

Una lectura que te pasea dulcemente por las necesidades de la infancia para alcanzar una sociedad más a la medida de los niños. Una sociedad que nos urge. Una sociedad que recupere, porque nunca es tarde, el asombro perdido. 

Lo auténtico

Estos días de vacaciones, paseando por ciudades de Francia pude apreciar como la elegancia y la distinción poco tienen que ver con la pedantería, la petulancia y la ostentación que últimamente reconozco en algunos perfiles que tratan de arrogarse a toda costa cierto estatus en el que, después, ni siquiera saben desenvolverse. Condición que, por otro lado, no se debe presuponer que es superior o más elevada.

Y aunque no me refiero únicamente a la indumentaria, la forma de vestir y lucir bien puede ser un claro ejemplo de lo que comento. Si uno recorre y transita estos lugares durante varios días puede distinguir cómodamente a los turistas y visitantes de los naturales. Los colores neutros, los básicos y una armonía que se aleja de lo chillón y estridente reflejan fielmente el tradicional gusto francés. Pensando en esto, me acordé de un manual que llevará en mi biblioteca más de veinte años en el que la modelo y aristócrata francesa Ines de la Fressange pretende resumir a través de varios imprescindibles la esencia del look más galo. Algunas de sus recomendaciones pueden ser huir de los conjuntos, los destellos y la fastuosidad o el derroche.

“Hacer rimar chic con cheap te hará ganar el primer premio en el concurso de ‘La perfecta parisina’. […] No hay que parecer rica, esa es la idea. Las joyas bling (término inglés que se refiere a alhajas ostentosas y costosas, así como a otros objetos y un modo de vida lujoso y llamativo, utilizados como símbolo de riqueza y estatus) y los logos por doquier no son su estilo. […] Gastar para llevar una etiqueta a la vista no es su intención”, son algunas de las máximas que establece.

Así, mientras a diario tropiezo con bolsos, zapatos, cinturones, pañuelo o cualquier otro tipo de prenda presidido por grandes ‘metales’ con iniciales, marcas o anagramas de reconocidas firmas; llamó especialmente mi atención que en metrópolis como Burdeos las mujeres más distinguidas portaban los llamados tote bags o bolsas de tela con frases o eslogan mucho más sociales y reivindicativos que han convertido, sin duda alguna, en el complemento de moda. Y, como muchas otras cosas más, me encantó su asequible propuesta.

Y es que es desde hace algún tiempo me cansa tanto esnobismo; tanta altivez y vanidad completamente fingida y aparentada para justificar pertenecer a una supuesta élite. Esa afectada admiración y pleitesía a las modas y la imitación constante de ciertos iconos para aparentar superioridad o una clase social más alta. Actitudes presuntuosas y presumidas que me resultan tan artificiosas como retorcidas y que, en muchos casos, son más un quiero y no puedo de gente llena de complejos. Hace falta más sencillez y naturalidad para ser verdaderamente auténticos. 

¡Bon voyage!

Jamás digo que no a un viaje. Ni siquiera cuando al ‘Hombre del Renacimiento’ se le ocurrió llevarme a un crucero por el Nilo en mi casi octavo mes de embarazo. Tuvo que ser una empleada de la propia agencia de viajes quien aportase un poco de cordura y cautela proponiendo otras alternativas más seguras y ajustadas a mi avanzado estado de gestación.

No he viajado todo lo que me gustaría –como me imagino que nos ocurre a la mayoría –pero trato de no perder ninguna oportunidad para hacerlo; incluso ahora que lo emprendemos en compañía de dos pequeños aventureros. Supongo que sería mucho más sencillo disfrutar nuestras vacaciones en un cómodo resort o apartamento en la costa; sin embargo, y pese a las contrariedades y enredos de hacerlo en familia, me resulta mucho más gratificante y enriquecedor conocer nuevos ‘mundos’ y sé que a mis hijos, con el tiempo, también les reportará nutridas gracias y favores.

Siempre he pensado que los viajes enriquecen el alma, el pensamiento y, por supuesto, el imaginario personal –y ahora, también, familiar – . Será uno de los autores franceses más publicados y traducidos en el mundo y reconocido como el padre del naturalismo literario, Émile Zola, quien afirme: “Nada desarrolla tanto la inteligencia como viajar”.

Estos días, precisamente, hemos visitado la tierra natal de dicho escritor con una ruta en coche recorriendo algunas localizaciones de la antigua región de Aquitania y la costa francesa. Cuando viajamos solemos intentar permanecer en una estancia el tiempo suficiente para sentirnos familiarizados con sus espacios y rincones, sus gentes y sus costumbres. El centro neurálgico lo establecimos en la bellísima Burdeos y reconozco que abandoné la ciudad con cierta melancolía. Hubiera vivido allí un año entero.

Me cautivó su pulso cosmopolita pero desacelerado; sus exquisitos y cuidados edificios de estilo ‘parisino’ –que le han valido el título de Patrimonio de la Humanidad- y la sobriedad y elegancia de sus decoraciones; sus cuidadísimos y románticos jardines y parques públicos; sus coquetos cafés y el aire bohemio de sus cervecerías; su medida iluminación nocturna lejos de estridencias; el silencio que impera en sus grandes avenidas pese a ser un ir y venir de autóctonos y turistas; la priorización de los viandantes y bicicletas en todo su caso histórico; y ese ‘je ne sais pas’ de su gente que los hace tan distinguidos.

Me pareció una ciudad con un ritmo y un sentir muy europeo de la que me traje algunas ideas, proyectos y cambios que aspiro a implementar en mi vida estos días. Porque uno nunca vuelve de un viaje siendo el mismo que partió.

No sé si viajar nos hará más inteligentes –aunque yo jamás cuestionaría a un dos veces nominado al Premio Nobel, aunque nunca lo recibió-, pero de lo que no tengo duda es de que nos hace mejores, más felices y más humanos.