Más allá del arcoíris

Estos días mi hijo me preguntaba por el sentido del arcoíris que cuelga del balcón principal del Ayuntamiento de nuestro municipio. La verdad es que, aunque trato de explicarle y hablarle de todas aquellas cosas que considero importantes, adaptando siempre el discurso a su edad, creo que hasta ahora no me había detenido en este asunto.  Así, me ha parecido una oportunidad excelente para introducirle en los valores de diversidad, respeto y amor universal.

Le he dicho que esa bandera se ponía para celebrar el Día del Orgullo Gay. Evidentemente, entonces, ha querido indagar en el significado de ese nuevo concepto. He tratado de hacerle entender que una persona homosexual es aquella que se enamora o a quien le gusta alguien de su mismo género. Él sabe, por ejemplo, que hay niños cercanos a nosotros que tienen dos mamás o dos papás. Sin embargo, por su inocencia, no terminaba de comprender por qué se conmemoraba o se dedicaba una jornada a las personas de esta condición.

Le he dicho, entonces, que hasta hace pocos años en muchos países algunas personas no podían decir con libertad a quién amaban o cómo se sentían por dentro. Eran tratadas mal y con injusticia sólo por ser diferentes. Que incluso hoy hay quienes sufren esta incomprensión y son rechazados e insultados. Y que con esta celebración lo que queremos y tratamos es de defender los derechos de todas las personas a querer a quienes ellos decidan. Que es un día para proteger la igualdad y la aceptación de todos y para recordar la importancia del respeto a todos, sean o no sean como tú.

He recordado entonces, también, una campaña que he visto estos días del Orgullo de Oslo que me encantó y que planteaba por qué es importante la visibilidad LGTBIQ+ en situaciones cotidianas. Un vídeo de poco menos de dos minutos, sin diálogos y que cuenta con casi cuatro millones de visualizaciones. En el mismo se reproducen escenas cotidianas: en un taxi, en transporte público, en una entrevista de trabajo… en las que la representación del arcoíris en diversos formatos como una pulsera, por ejemplo, va mucho más allá de un elemento decorativo, supone una declaración de intenciones. Es una sonrisa, un guiño, una mano en el hombro. Significa para muchas personas que hay espacio para ellos y que están a salvo.

Volviendo al sentido del arcoíris que colgaba en el Consistorio, le he insistido a mi hijo que luciendo ese arcoíris estás diciendo a esas personas que pueden sentirse felices y orgullosas de quienes son. Y es que ese arcoíris sigue siendo aún fundamental para proteger la emocionalidad de quienes tienen identidades diferentes a la heterosexual. Seguimos buscando ese lugar más allá del arcoíris –somewhere over the rainbow-, que cantaba Dorothy, con un cielo azul, en el que el amor es y debe ser algo bonito, sin importar a quien se ame.

Un lugar seguro

Desde hace algún tiempo, las imágenes de campos de refugiados se han convertido, desgraciadamente, en algo cotidiano en informativos y periódicos. A diario, medios de comunicación y organizaciones de ayuda, hacen llegar a nuestras casas y a nuestras realidades la extrema crudeza e inclemencia de estos accidentales e improvisados hogares que acogen y amparan a millones de personas en todo el mundo que huyen de la violencia, la guerra y los abusos.

Se estima, según datos oficiales, que hay más de 120 millones de desplazados en todo el mundo que se han visto obligados a abandonar sus países de origen; de los que sólo 40 millones han sido reconocidos como refugiados.

Ayer mismo conmemorábamos el ‘Día Mundial del Refugiado’, que se celebra cada 20 de junio desde 2001, año en el que se cumplía el 50 aniversario de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, y no podía evitar preguntarme cómo debe ser la vida en un campo de refugiados.

Pues bien, la vida en un campo de refugiados no puede ser más que dura –durísima -, precaria y desafiante. Una existencia marcada por circunstancias extremas y la incertidumbre más absoluta. Los refugiados se enfrentan al hacinamiento, la escasez de agua potable y saneamiento y el racionamiento de alimentos más básicos mientras sobreviven a merced de las condiciones meteorológicas.

Con frío. Calor. Mojados. Sucios. Sin intimidad. Sin recursos. Dependiendo de ayuda externa. Sin ocupación. Sin oportunidades laborales. Sin educación (en muchos casos). Soportando el dolor de ver a tus hijos nacer y/o crecer en este escenario hostil y adverso, pues el 40% de estos desplazados son menores. Niños y niñas que en muchos casos no conocen o no recuerdan otra realidad más allá del propio campo.

Una realidad que, además, está lejos de ser transitoria ya que, según la  Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, estos pueden pasar una media de 17 años en un campo de refugiados hasta regresar a su país u obtener permiso para establecerse en uno nuevo.

Sin embargo, aunque queda lejos de mi ánimo romantizar estos escenarios, los campos de refugiados son para muchos oprimidos sinónimo de vida y esperanza. Una huida pero, al menos, una huida hacia delante cuando no se puede hacer otra cosa más que correr. Un espacio en el que garantizar un futuro. Un futuro incierto pero real. Su lugar seguro y, seguramente, su salvación.  

Es por eso que es importante que, aprovechando este día, mandemos un mensaje a estos campos de refugiados. Un mensaje en forma de ayuda. Un mensaje que les recuerde que nos preocupamos por ellos. Un mensaje que les transmita, de algún modo, que no los hemos olvidado y que compartimos su fe en un futuro mejor.

En algún lugar de un libro

En nuestro reciente pasear otros escenarios, otros territorios y otras ciudades hemos incorporado una nueva costumbre o rutina familiar que nos sirve como recuerdo y memoria de aquellos viajes. Entre los suvenir que solemos procurarnos en nuestros diferentes destinos se incluyen, desde hace algún tiempo, libros, obras o textos adquiridos en las librerías que siempre visitamos cuando estamos fuera.

Cada uno elige su propio ejemplar. Un cuento, una novela, un ensayo, de bolsillo, gran formato, de coleccionista, con ilustraciones, una guía de viajes, en otro idioma… no hay condición. La única salvedad o requisito es que el mismo lleve estampada la fecha y el sello del establecimiento. Así, con los años esa lectura siempre nos recordará aquel momento y aquel lugar.

Esta práctica es una experiencia que trasciende lo temporal. La disfrutas en el mismo momento en el que estás eligiendo el que será tu recuerdo. La vuelves a saborear cuando, de repente, un día recuperas esa lectura de una estantería, de una torre de libros en tu mesilla o de un préstamo olvidado. Una lectura que te devuelve a aquel feliz pasado. Y, sin duda, sabes que es algo en lo que, en un futuro, te volverás a deleitar.

Aún me retrotraigo a aquella tarde en la ‘librería más antigua del mundo’, en el lisboeta barrio de Chiado, en la que mi hijo eligió un volumen en inglés de ‘Pepa Pig’ y nosotros, como no podía ser de otra manera, algún que otro texto de Pessoa y Saramago. Aún puedo ver a mis dos pequeños sentados en el suelo en mitad de aquel vetusto y precioso lugar lleno de estanterías escogiendo y decidiendo su propio ejemplar.

Hace tan sólo unos días que yo rescaté el que compré en mi último viaje (a Málaga), un ensayo sobre el ‘oficio’ del flâneur, paseante en francés, ‘El arte de leer las cosas’, de Fiona Songel, con el sello de ‘Mapas y compañia’.

Además, sabemos que hacer partícipes a nuestros hijos de este ritual les ayuda en su relación con la literatura. Aunque aún son pequeños, aunque ya disfrutan de los cuentos, está aún por llegar el día en el que entiendan y agradezcan nuestra labor e interés por acercarles a la palabra. Como decía el recientemente fallecido Vargas Llosa: “Aprender a leer es lo más importante que me ha pasado en la vida”.

Esta noche, en la cama y antes de que le venciera el sueño, mi hijo me preguntaba: “Mamá cómo se aprenden las cosas”. Y yo le decía: “Leyendo, hijo, leyendo”.

Y aunque la lectura es, sin duda, conocimiento, ésta es mucho más porque “en algún lugar de un libro hay una frase esperándonos para darle sentido a la existencia”, Miguel de Cervantes.

Mi tierra

Es propio que uno, cuando canta, le cante a su tierra. Yo, que en ese arte no tengo demasiada destreza, le dedicaré en esta columna unas palabras. Estamos a punto de celebrar el Día de la Región de Murcia y aprovecho para preguntarme qué significa para mí y mi familia ser de esta tierra. En nuestro caso particular, no tenemos familia ni antepasados cercanos más allá de nuestras fronteras y eso, de alguna manera intangible, condiciona y modela -si me permiten la expresión-. Mi hijo mayor dice a veces que él es de Lorquí; otras, por el contrario, manifiesta y argumenta que él es de Caravaca “porque yo salí de mamá que es de allí” –aunque realmente en mi DNI reza que nací en Bullas pero viví allí muy poco tiempo, apenas unos meses- y cuando vamos a la playa o a otros pueblos y parajes y le decimos que seguimos estando en Murcia, se queda con cara pensativa y sin terminar de comprender. Es normal a su edad.

Vivimos en una tierra vetusta y rica, jalonada de parajes y pueblos diversos. Una tierra que, como he señalado en alguna ocasión, ha sido y es madre y madrastra de forma simultánea. Un pueblo con rica herencia islámica y cristiana, con azul de Mediterráneo y sombra de palmera datilera. Una cultura propia y que no es valenciana ni andaluza, como algunos se empeñan en hacernos creer. Murcia es esa tierra que floreció y se fecundó a través de infinitos brazales en una huerta que extasiaba a los viajeros decimonónicos y es, por desgracia, la tierra que derribó gran parte de su memoria y patrimonio en una sinvergonzonería disfrazada de falso progreso. Somos tierra de contrastes, más allá del eslogan, pero no sólo porque podamos recorrer y amar el bastión de Cabo de Palos y el monte Arabí de Yecla en poco más de cien kilómetros. Somos tierra de contrastes también en nuestro carácter. En lo mejor y peor del ser humano que se dan la mano en nosotros.

Si vuelvo al comienzo del artículo y me pregunto qué significa para mí esta Murcia en la que nací hace más de cuarenta años, tengo que responder que significa mucho y que me duelen muchas de las cosas que en ella ocurren, y si me duelen será porque la amo. Como se ama al compañero o al hijo, por encima de sus defectos.

Celebrar el Día de la Región de Murcia creo que debe trascender a lo que cada día hacemos para tomar conciencia. Conciencia de lo que cada uno desempeña, en lo que trabajamos, y en lo que colaboramos para engrandecer a nuestra Región. Sólo entonces podremos crear y amar de verdad esta tierra que nos alumbra. Albañiles, maestros, estudiantes, arquitectos o músicos… trabajemos con pasión por mejorar nuestra cultura, la tierra que nos abriga y nos mima, aunque pueda escocer y arañar por momentos.

Sea entonces éste hoy, desde el Altiplano a Cartagena, desde mi hermoso Noroeste al Valle del Guadalentín, desde el Segura con sus numerosos pueblos bañados a su paso al Mar Menor, un momento de inflexión, para más allá de cantar su belleza, contribuir, desde nuestra modesta responsabilidad, a conservar y mejorar su grandeza.