
Ayer, tras volver al coche después de dejar a mi hijo en la puerta del colegio y mientras llovía, me cruzaba con los padres, madres y abuelos que llegaban con el tiempo justo y aceleraban el paso en los últimos metros para no llegar tarde. Sentada ya, y antes de reemprender la marcha para acercar a mi otra pequeña a la guardería, pensaba en que ninguno éramos conscientes en ese momento del privilegio que supone poder llevar a nuestros hijos a la escuela.
Sin duda, son actividades tan cotidianas, tan rutinarias y tan normalizadas que no nos damos cuenta de la enorme suerte de haber nacido y vivido de este lado del mundo.
Confieso que, últimamente, convivo con un enredo de sentimientos que tambalean mi estabilidad emocional. Por un lado, la gratitud de una existencia cómoda y segura para criar a mis niños, que combate constantemente con un sentimiento de culpa al contemplar la desventura y las fatalidades de tantísimos miles de personas, y en especial niños, en todo el mundo. Lo que, a su vez, me provoca una profunda tristeza existencial.
Me pregunto constantemente cómo podemos seguir viviendo después de ser testigos de aterradoras imágenes de niños muriendo a consecuencia de una guerra de la que entienden muy poco o nada. Una guerra que los está asesinando con estrepitosos y vergonzosos ataques pero también a través de una silenciosa, deshonesta y agónica hambruna.
No alcanzo a imaginar el tormento de esas madres al ver a sus hijos consumirse por desnutrición; al verles morirse de hambre. Cuánta impotencia y cuánto dolor. Escuchar sus llantos reclamando algo para comer y beber. Sus gritos desesperados. Sus miradas confundidas.
Los niños, la población civil, jamás deberían ser un objetivo bélico; ni el hambre un arma de guerra. Y para ello hay organismos que deben velar por el cumplimiento de los derechos humanos. El silencio no es una opción. La inacción no es una alternativa.
A veces siento, también, una profunda decepción con una humanidad deshumanizada. ¿Puede ser tal la oscuridad moral en la que vivimos que no nos importen las vidas ajenas? Confío en que esto no sea así. Y, aunque las evidencias parecen apuntar a lo contrario, tengo la esperanza en una reacción rotunda, en un basta ya que debería haberse producido hace mucho tiempo.
Esta sensación me resulta ya familiar. Me asedian las mismas emociones que lo hicieron en su día, allá por 2011, con la guerra civil Siria y la consecuente crisis humanitaria que se desataba. Fue entonces cuando reforcé mi colaboración con organizaciones no gubernamentales que realizan labores de ayuda sobre el terreno. Apoyo que trato de seguir manteniendo.
Así que, ojalá seamos muchos los que nos sintamos tristes, culpables y abatidos con lo que ocurre en lugares como en Gaza. Ojalá seamos conscientes de la suerte que vivimos. Y, ojalá, esto nos mueva y nos remueva para hacer mucho más de lo que hacemos.






