
Hay semanas en las que me desborda la energía y el brío -como decía mi abuela – me siento capaz de todo. Sin embargo, hay otras, en las que sientes que las cosas pesan y duelen más que de costumbre y en las que tienes que hacer un esfuerzo, casi sobrehumano, para seguir viviendo.
Estos días nos hemos levantado con noticias tan aterradoras que si eres una persona con un mínimo de sensibilidad no pueden menos que afligirte y apenarte. En el coche, de vuelta del colegio tras dejar a mis hijos, suelo poner un ratito la radio. Cada vez que escucho alguna información relacionada con Gaza siento una desolación anímica, moral y espiritual como he experimentado en pocas ocasiones en mi vida porque el fallo, el error y la responsabilidad es colectiva, social. Y es abrumador reconocer que estamos fallando como sociedad, como humanidad.
Más de 50.000 fallecidos desde el inicio de los ataques israelíes, entre ellos miles de niños y niñas, a los que hay que sumar los enfermos, heridos, y huérfanos. No puedo, ni quiero, permitirme olvidar esas miradas de confusión y desconcierto. Ni esos pequeñitos cuerpos cubiertos por blancas sábanas. El secuestro del codirector del documental ganador del Óscar de este año ‘The Ohter Land’, Hamdan Ballal -por suerte con buen desenlace -y el asesinato del joven periodista de 24 Hossam Shabat son dos de las últimas crueldades que se suman a las atrocidades de este conflicto. También leía en prensa el drama de los cadáveres sin nombre que el mar está arrojando en diferentes puntos de nuestras costas. Según las cifras oficiales ascienden a casi 6.000 las personas que llegaron con vida a nuestro país en patera en 2024, pero no se sabe cuántos murieron en el intento.
Y a esto hay que añadir los argumentos y discursos absolutamente faltos de empatía, humanidad, compasión o misericordia que en los últimos tiempos he podido escuchar en gente tan joven sobre estos asuntos tan trascendentales que tengo la sensación de coexistir con una parte de población embrutecida, bárbara y cruel, a quienes no les parece importar lo más mínimo el valor de una vida, que asusta.
Son estas pesadas losas las que consiguen desolarme, porque son una mancha en la conciencia colectiva. Un fracaso de nuestra sociedad. Y tomar conciencia de ello hace que sientas que luchas contra gigantes. Pero entonces siempre me recuerdo que sin lucha no hay victoria, no hay futuro y no hay progreso.
