Cultura en lo cotidiano

“La vida de un museo o una excavación arqueológica, como la de un archivo o una biblioteca, es un tesoro que la colectividad debe preservar con celo a toda costa”. Ésta es una de las muchas afirmaciones que en su tratado ‘La utilidad de lo inútil’ hace el profesor y escritor italiano Nuccio Ordine, reconocido en 2023 con el Premio Princesa de Asturias.

No es la primera vez que lo menciono, pues el concepto que desarrolla en su manifiesto es un canto a la necesidad de aquello que parece improductivo o inservible -siempre desde una perspectiva pragmática- en una sociedad cada vez más materialista y ramplona. 

Lo bello, lo bonito, hace de lo cotidiano algo admirable y sorprendente. Más aún a los ojos de los niños, que son exploradores por definición. Esta semana, mientras volvíamos a casa, mi hijo me preguntaba por qué habían puesto la pintura de un alcalde en la placa de una calle. No era un alcalde, pero deduzco que asoció la corbata y la chaqueta con la imagen de regidor que él tiene. En este caso, la figura que estaba dibujada en unos azulejos era la del poeta y premio Nobel Juan Ramón Jiménez.

Llevamos todo el curso pasando por esa vía de camino a casa y jamás me había preguntado por la anterior placa –de las tradicionales-, ni por el nombre de la calle y, mucho menos, habíamos encontrado la excusa para hablar del autor de ‘Platero y yo’. Habrá quien considere estas propuestas innecesarias, superfluas o, incluso, barrocas o anticuadas. Sin embargo, para mi la estética es profundamente sustancial y trascendente. Lo bello nos asombra, nos detiene, en este frenético existir.

Mi hijo, que nunca había reparado en estos elementos de mobiliario urbano, lleva desde entonces descifrando e investigando quiénes son o qué representan estas estampaciones en cerámica que recientemente han colocado en el municipio en el que vivimos. Desde los Reyes Católicos a la Constitución, pasando por Picasso y hasta la Reina Leticia. 

Para mí, esta experiencia, ha sido una forma muy bonita de descubrir y aprender en el entorno más diario. Cuando viajamos todos solemos visitar museos, centros de interpretación o monumentos que nos dan pie a explicar nociones nuevas e interesantes a nuestros pequeños. Sin embargo, este tipo de proyectos, además de embellecer, facilitan ese aprendizaje y asombro desde lo diario, lo usual y lo acostumbrado.

Estoy segura de que mi hijo no será el único que repare en estos nuevos elementos. Y que habrá niños, chicos e incluso jóvenes que jamás se hubieran preguntado por la ‘pinta’ que tenía Quevedo o qué ocurrió el Primero de Mayo. Y es que hay tanto de útil en acercar e integrar la cultura en lo cotidiano.

Monumentos y sitios

Sin duda, los sufrimientos, lesiones, dolores y pérdidas humanas son las grandes tragedias de cualquier guerra, contienda o desastre natural. Sin embargo, sobra decir, que no son las únicas. La educación, la cultura, las infraestructuras, el urbanismo y la economía son sólo algunos de los aspectos que se resienten en un país, región o territorio desolado por este tipo de infortunios. Así, el patrimonio se convierte, también, en víctima de cualquier conflicto o desventura. 

La destrucción del patrimonio supone el exterminio de la memoria y la identidad de un pueblo. Es por eso que el destrozo decidido de este tipo de riqueza ha sido un arma utilizada a lo largo de siglos de luchas y conflictos bélicos; pero fue, sin duda, durante la II Guerra Mundial cuando éste se convirtió en objetivo prioritario.

Es precisamente en este contexto en el que surgen iniciativas como los conocidos ‘Monuments men’, un grupo de historiadores, directores de museos, conservadores y expertos en arte con la misión común de adentrarse en la Alemania Nazi para recuperar las obras de arte secuestradas. Historia que se recoge en la película del mismo nombre dirigida por el también actor George Clooney.

Pocos años después, en 1954 se firma, por primera vez, como consecuencia de esta destrucción masiva un tratado internacional conocido como ‘Convención de La Haya’ que exige a los firmantes la protección de bienes culturales en caso de conflicto armado. Pese a que está ratificado por un total de 126 estados, seguimos siendo testigos de como se asola de forma deliberada este legado en diversos lugares del mundo, desde Siria o Iraq a Libia o Malí, hasta Ucrania y Gaza, por ejemplo.

Aunque estos no son los únicos males que enfrenta el patrimonio en nuestros días. Las catástrofes naturales –recientemente con los terremotos de Myanmar o las fuertes lluvias en Toledo-, los atentados o negligencias, el cambio climático e, incluso, el turismo masivo pueden dañar esta herencia cultural de siglos de historia.

El próximo 18 de abril se celebra el Día Internacional de los Monumentos y los Sitios, una iniciativa impulsada en 1984 por el Consejo Internacional de Monumentos y Sitios (ICOMOS) – una asociación civil no gubernamental, ubicada en París, y ligada a la ONU a través de la UNESCO, con más de 10.00 miembros individuales en 153 países, 110 comités nacionales y 28 comités científicos internacionales -.

Buen momento, pues, para reflexionar sobre lo que está ocurriendo y la enorme pérdida que supone para la humanidad. Quizás algunas destrucciones nos resultan lejanas y ajenas, por la distancia, la cultura o el significado emocional, pero seguro que en nuestras memorias aún perdura el impacto de ver arder la Catedral de Notre Dame. Imaginemos, por un instante, una Granada sin su Alhambra; una Barcelona sin la Sagrada Familia; o una Córdoba sin su Mezquita. Algunos de estos sitios y monumentos tienen para nosotros, incluso, un significado muy personal.

Piensa por un momento qué lugares son especiales para ti.

Y mientras tanto, vivimos

Hay semanas en las que me desborda la energía y el brío -como decía mi abuela – me siento capaz de todo. Sin embargo, hay otras, en las que sientes que las cosas pesan y duelen más que de costumbre y en las que tienes que hacer un esfuerzo, casi sobrehumano, para seguir viviendo.


Estos días nos hemos levantado con noticias tan aterradoras que si eres una persona con un mínimo de sensibilidad no pueden menos que afligirte y apenarte. En el coche, de vuelta del colegio tras dejar a mis hijos, suelo poner un ratito la radio. Cada vez que escucho alguna información relacionada con Gaza siento una desolación anímica, moral y espiritual como he experimentado en pocas ocasiones en mi vida porque el fallo, el error y la responsabilidad es colectiva, social. Y es abrumador reconocer que estamos fallando como sociedad, como humanidad.


Más de 50.000 fallecidos desde el inicio de los ataques israelíes, entre ellos miles de niños y niñas, a los que hay que sumar los enfermos, heridos, y huérfanos. No puedo, ni quiero, permitirme olvidar esas miradas de confusión y desconcierto. Ni esos pequeñitos cuerpos cubiertos por blancas sábanas. El secuestro del codirector del documental ganador del Óscar de este año ‘The Ohter Land’, Hamdan Ballal -por suerte con buen desenlace -y el asesinato del joven periodista de 24 Hossam Shabat son dos de las últimas crueldades que se suman a las atrocidades de este conflicto. También leía en prensa el drama de los cadáveres sin nombre que el mar está arrojando en diferentes puntos de nuestras costas. Según las cifras oficiales ascienden a casi 6.000 las personas que llegaron con vida a nuestro país en patera en 2024, pero no se sabe cuántos murieron en el intento.


Y a esto hay que añadir los argumentos y discursos absolutamente faltos de empatía, humanidad, compasión o misericordia que en los últimos tiempos he podido escuchar en gente tan joven sobre estos asuntos tan trascendentales que tengo la sensación de coexistir con una parte de población embrutecida, bárbara y cruel, a quienes no les parece importar lo más mínimo el valor de una vida, que asusta.


Son estas pesadas losas las que consiguen desolarme, porque son una mancha en la conciencia colectiva. Un fracaso de nuestra sociedad. Y tomar conciencia de ello hace que sientas que luchas contra gigantes. Pero entonces siempre me recuerdo que sin lucha no hay victoria, no hay futuro y no hay progreso.