Romance

Desde Ulises y Penélope o Helena y Paris a Rose y Jack en Titanic, pasando por Romeo y Julieta o Don Juan y Doña Inés, todas las grandes historias de amor incluyen o exigen magnos sacrificios y epopeyas o trágicos finales. En la historia del cine y la literatura, y por tanto en nuestro referente colectivo, los célebres romances se sustentan en dramáticas historias e importantes gestas y hazañas.

Como olvidar, por ejemplo, ese conmovedor y casi teatral final en ‘Los puentes de Madison’ cuando Clint Eastwood y Meryl Streep cruzan miradas y sonrisas de nuevo, tras más de 16 años, bajo la intensa y cerrada lluvia y como ella – Francesca – concluye continuar en el interior de aquella vieja camioneta renunciando a aquella pasión que, sin duda, será eterna. Sin duda, los amores platónicos son un claro ejemplo de esta concepción del romanticismo.

Sin embargo, cuando apenas ha transcurrido una semana de San Valentín, fecha que personalmente en casa no celebramos, valoraba la necesidad de ‘cantar’ al amor más cotidiano, más real y, sin duda, más saludable. Ese amor diario que resiste al paso del tiempo, a la rutina y a muchos otros condicionantes que actúan en su contra. Seguramente mucho menos glorioso y poético, pero ciertamente más heroico y maduro.

Un romance que vence y sobrevive a la convivencia, al estrés laboral, a las familias políticas, a las madres, a las suegras, a los looks de estar por casa, a la ropa interior desgastada, al baño compartido e, incluso, a los ronquidos.

Lo que me recuerda la historia de Nick Hornby en ‘Alta Fidelidad’, llevada al cine por Jonh Cusack en el que el protagonista, que regenta una tienda de vinilos, hace un detallado repaso de todas sus relaciones para concluir que aquella relación que le parecía tediosa y falta de emoción era lo más cercano al amor que había vivido. 

Un amor que supera la desbordante llegada de los hijos con la consecuente falta de tiempo en pareja e intimidad, las relaciones sexuales esporádicas, las conversaciones interrumpidas, la comunicación vía whatsapp y la falta de cuidados y mimos. Una situación que pone el romance en ‘stand by’ a la espera de tiempos mejores.

Pero, sin duda, un amor que se sustenta en muchos otros pilares que resultan elementales como la lealtad, la sinceridad, la protección, el respeto y la admiración mutua. Un amor que calma y reconforta. Ese es, aunque parezca lo contrario, el amor más puro, real e, incluso, revolucionario. 

El que te permite, pese a todo lo anterior y contra todo pronóstico, tras una mala noche, la falta de sueño y amanecer con tus dos pequeños en medio, un roce sutil, una mirada cómplice y/o un beso esquivo en el baño. Ese es el verdadero romance.

Pequeña vida mía

No puedo mirar atrás sin emocionarme y pensar cuánto hemos construido en estos dos años. Es cierto que he descansado muy poco y he dormido menos aún… pero cuánto nos hemos entretenido, hija mía. Sin duda, también hubo lágrimas –sobre todo por mi parte-, pues los comienzos no fueron sencillos y pusiste patas arriba nuestra más o menos manejable y cómoda familia de tres. Hubo que reordenar de nuevo nuestro pequeño mundo.

Llegaste un mes de febrero, al igual que el resto de ‘mujeres de mi vida’: mi madre, mi hermana y mi sobrina, como una carambola, o quizás no, del destino. Y yo empecé a temer. A veces, temí acontecimientos y supuestos lógicos y racionales, como cualquier madre; pero otras, también, recelé disparatadas y equivocadas figuraciones e hipótesis. Temí ausencias en la vida de tu hermano. Temí su sentimiento de ‘abandono’. Temí no encontrarte tu lugar. Pero sobre todo, temí no saberte querer.

¡Qué confundida y desatinada!

Cómo no iba a amarte. Cómo no amar esa lengua de trapo que se esfuerza en hablar incluso por encima de sus posibilidades haciéndose entender de un modo tan determinante que ojalá muchas mujeres copiásemos. Cómo no amar tu melena indomable, reflejo de tu propio carácter, que acaba en esos preciosos bucles, y que con tanto garbo y desparpajo te retiras del rostro. Cómo no dejarme conquistar por esa ‘gracieja’ innata y natural con la que impregnas cada gesto, cada palabra y cada mueca.

Eres rotunda en tus ideas y propósitos, pero también en tu forma de querer. Eres desconfiada, aunque sólo te dure unos instantes. Eres la alegría y el regocijo más inocente, sano y exagerado que he conocido. Eres ruido y carcajada. Divertida, risueña y tremendamente astuta. Independiente y autónoma más allá de lo que le corresponde a tus dos años. Como tu padre dice” si por ella fuera se cambiaba sola los pañales”.

Hija mía, a veces me recuerdas tanto a él –tu abuelo-. Hasta en eso has venido a halagarme. Es suya tu sonrisa socarrona y esas tremendas ganas tuyas de vivir. Sois de esa clase de personas a las que se celebra y disfruta y por las que los demás nos sentimos irremisiblemente atraídos.

¡Y qué caprichoso el tiempo!

Revisando fotos de entonces, hoy me cuesta creer que algún día fuiste tan bebé. Sin embargo, mientras te amamanto en mi regazo y recibo tu mirada mansa, dócil, serena y casi esquiva siento que poco ha cambiado en estos años y me parece que pudo ser ayer.

Tu presencia y existencia nos ha confirmado algo una vez más: los hijos llegáis a nosotros para agrandarnos el corazón. Para enseñarnos a amar de otro modo. Porque, pequeña Julia, ya no podemos (casi) recordar nuestra vida sin ti. En estos dos años que ahora te celebramos has sumados minutos imborrables y definitivos a nuestras vidas y familia. 

Existencias que hoy tiene un aún más poderoso sentido gracias a ti. ¡Felicidades, vida mía!

Amar con el ‘Alma’

Hace unos años escuchaba, mientras mi hijo -entonces único- dormía en mi regazo, en la Plaza de la Catedral de Murcia una preciosa interpretación de ‘Mi Tesoro’ en la voz de una madura, dulce, sosegada y segura Soledad Jiménez que me sacudía como hasta entonces esta pieza nunca lo había hecho. Supongo que, a veces, es la experiencia lo que provoca que algo te atraviese. Esta vez, yo era, también, madre.

Así, como creo que ya he comentado en alguna ocasión, desde el momento en el que me convertí en mamá me conmueven, me impresionan y me inquietan como ninguna otra cosa las confidencias e historias sobre maternidad. Es por eso, también, por lo que siento especial empatía con paternidades frustradas y con la angustia y la impaciencia de quienes ‘esperan’ un hijo.

No olvidaré jamás, cuando una buena amiga me dio la buena nueva de que su hermano y el marido de éste, por fin, serían padres, y en tan sólo unas semanas abrazarían a su pequeña “¿Tan rápido?”, exclamé yo más que emocionada. Sin duda, el entusiasmo me nubló, entonces, el raciocinio. Más de ocho años llevaban esperando ese maravilloso momento… ¡Tremendo ‘embarazo’! 

Aquello fue el comienzo de una preciosa historia de amor que he tenido el privilegio de vivir y seguir, aunque en la distancia, sintiéndome, de algún modo, parte. Ahora han ratificado esa paternidad en un juzgado que ha dado fe de la felicidad y la alegría de esta niña que, sin duda, es lo más importante.

Afortunadamente la diversidad en los modelos de familia cada vez es mas visible y, con ello, dejan de perpetuarse e imponerse roles antiguos que se quedan muy cortos para definir y recoger la realidad actual de cuidados, apoyo y cariño que reciben nuestros niños.

El amor y la protección al menor no son exclusivos de los lazos de sangre. He visto pocos ojos más enamorados que los de ‘daddy’ mientras contempla balbucear a su pequeña. Pocos abrazos más tiernos que los de ‘papá’ arropando su pequeña.

Que afecto y cariño puede haber más incondicional, absoluto e ilimitado que el de aquellos que aguardan y esperan tanto tiempo para acurrucarles. La adopción es el mayor gesto de amor y altruismo que puede hacer quien se siente padre o madre. No hay que parecerse a nadie para amarle.

Es por eso que, desde entonces, pienso en ellos cada vez que escucho “Mi pequeño trocito de vida es un ángel que viene a mí de puntillas”, sabiendo la fortuna que han tenido los tres en encontrarse. Sabiendo que la palabra familia en ellos adquiere el sentido más sublime y entregado: amor categórico, sin condiciones. Amar con el ‘Alma’.