Lo que amamos

La vida es cambio y evolución constante. Lo que mis ojos miran no es lo que mis padres contemplaron, ni aquello que mis hijos verán en su horizonte. Esto es a priori obvio; pero encierra mucho en su planteamiento.

Las personas necesitamos lugares y referencias que nos sirvan de baluarte frente a los vaivenes de la vida. Paisajes, en un amplio concepto, en los que habitar más allá del cuerpo físico. La literatura está colmada de lugares imaginarios en los que miles, millones de personas en ocasiones, han vivido, soñado y recreado. Hace poco les hablaba de ese mítico Macondo que García Márquez nos regaló y que en el último año han hecho realidad tridimensional a través del cine.

Pero en esta ocasión, no me refiero tanto a esos paisajes y lugares que el talento humano ha creado a lo largo del tiempo en la literatura, si no a la importancia de que algunas cosas perduren en el tiempo tal y como las conocemos. 

Hace unos años oí hablar a una mujer que aprecio, Antonia de la Fonda, que ella quería cerrar los ojos viendo su centenaria casa como la había conocido durante toda su vida, como la había recibido de sus padres. Lo que ella quizás no sabe es que otros muchos queremos seguir pasando por su puerta y seguir viendo su casa, como hemos hecho desde niños.

Fue un grupo de intelectuales y arquitectos, los que apabullados tras los desastres de la Primera Guerra Mundial, alertaban de la importancia de proteger monumentos -orgullo de la vieja Europa- frente a la barbarie y otro tipo de catástrofes -la especulación inmobiliaria también está en esta categoría-. Murcia ha sido en muchas ocasiones más madrastra que madre en el cuidado de su historia y patrimonio. Hemos perdido infinidad de construcciones y paisajes naturales que bien merecían su prolongación en el tiempo, su legado intergeneracional.

Todo esto viene al hilo de una conversación con el “Hombre del Renacimiento” de la fabulosa reconstrucción de la vetusta catedral de Notre Dame.

Aquellas imágenes pavorosas del devastador incendio de 2019 fueron un antes y después en muchos sentidos, no solo para el icónico edificio. Notre Dame ha sido el perfil reconocible de París durante siglos, mucho antes de que Eiffel diseñara su más célebre construcción. Esta catedral no sólo fue el escenario de algunos de los más destacados episodios de la historia de Francia y Europa, si no que para los franceses, especialmente, es una de sus banderas, de su memoria viva, de su orgullo. Y me atrevo añadir a lo anterior: de lo que aman.  Y es ahí donde radica esta pequeña reflexión.

Tras el incendio vinieron multitud de propuestas que dieron la vuelta al mundo, las hubo de todos los tipos. La conclusión final fue maravillosamente sencilla: Notre Dame debía volver a ser como antes del incendio, como todos la recordamos y amamos. Porque el fuego estará siempre presente en nuestras retinas pero su silueta gótica, prodigiosa, deber seguir siempre presente en el corazón de París.

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