Amor incondicional

Cuando se dice que ser padre/madre te cambia la vida, no solemos pensar en la profundidad y rotundidad de tal afirmación.

En muchas ocasiones me he referido, en esta misma página, a mi experiencia y cambio vital en el antes y después de haber sido madre.  Pero este comentario no va enfocado a recordar algo que generalmente damos por sabido, incluso por natural. Voy más allá.

Estos días reflexionaba, junto a mi ‘Hombre del Renacimiento’, como el ser padres nos ha hecho también renunciar a nosotros mismos para crecer, para agrandar el corazón y alcanzar otra madurez hasta ahora desconocida.  No hablo de renunciar a rutinas y hábitos  agradables de antaño, que también; sino a un renunciar a uno mismo, a lo más elemental -en ocasiones- en busca de un bien mayor. En busca del bienestar de tus hijos. Esa renuncia contrasta bastante con nuestra sociedad actual, donde impera la satisfacción rápida y el egocentrismo más estúpido.

Esta semana sufría un dolor terrible en un hombro y; sin embargo, me podía más el tratar de “continuar con la marcha” que mi propio cuidado y salud. No digo que esto esté bien, ni sea ejemplo de nada. Sólo reflexiono acerca de cómo el amor a nuestros hijos nos lleva a soportar y actuar de maneras nunca antes imaginadas.  Comemos -en muchas ocasiones- cuando ellos nos dejan, restamos horas a nuestro sueño por el bien del suyo. Incluso nuestra economía, en cierta manera, deja de ser nuestra para volcarse en sus necesidades y cuidados (presentes y futuros).  Insisto: no descubro nada al mencionar aquí esto; pero si quiero resaltar  hasta que punto ser padre o madre es uno de los actos más altruistas que ser humano puede experimentar.

Ese amor incondicional que nos lleva a no mirarnos tanto el ombligo, para ser capaces de cuidar con  el cuerpo y el alma a esos pequeños seres a los que llegamos a querer más que a nosotros mismos. Es ese amor el que creo que nos lleva a crecernos, a convertirnos en pequeños- grandes héroes para derribar cada día a cuantos gigantes surjan amenazantes. Un amor que nos lleva donde jamás habríamos imaginado poder arribar, a soportar, tal vez, aquello que nunca creímos aguantar. 

En la conocida película En busca de la felicidad, Will Smith, se expresa un poco esta idea: ¿Hasta dónde es capaz de llegar un padre por el bien de su hijo?. De qué formas maravillosas podemos anhelar no ya nuestro bien sino el de aquellos que en nuestras manos están, por encima de todo.

Ser madre me ha hecho crecer, crecer en ese amor incondicional- que nace de mis entrañas partidas- y que me da nuevas fuerzas siempre cuando los vientos arrecian.

Un lugar seguro en el mundo

Hace unos días, durante el desayuno, una amiga me comentaba que su psicóloga le había recomendado que buscase su ‘lugar seguro’. En psicología este concepto se aplica a una recreación de un lugar, momento, persona o situación, real o ficticia, que reconforte, calme y pacifique tu alma. Ese espacio mental en el que sentirse ligero, libre de opresión y carga. Y así, entonces, poder volver a evocar las sensaciones propias de ese instante para garantizar (en determinadas circunstancias) nuestra propia supervivencia emocional.

Jamás me había preguntado por ese lugar en mi vida. Aunque no me considero una persona precipitada o irreflexiva, últimamente voy por la vida con tanta prisa, siempre en los tiempos de descuento, que quizás no le dedico demasiado a la introspección y al recogimiento; pero cualquiera que sea madre y/o trabajadora podrá entenderme.

Pensándolo un poco, desde entonces, siempre me he sentido a salvo ‘en casa’. Y, en este caso, refiero, concretamente, a la casa de mis padres. Ese lugar al que constantemente he vuelto, cuando me he sentido más sola, vulnerable, perdida o desorientada. Sin embargo, no creo que sea exactamente ese el concepto.

Quizás, fuese entonces la soledad. Esos espacios conmigo misma que tanto he disfrutado en el pasado. Ya sea estudiando, leyendo, en una terraza sola comiendo… Siempre he sido muy sociable, pero he necesitado y buscado esos instantes de aislamiento, de profundo silencio, incluso en medio de la rumorosa y estridente ciudad. Aunque ahora es algo difícil saberlo, teniendo en cuenta que hace exactamente cinco años –que nació mi primer hijo –que no los encuentro. Entre llantos, reniegos, rabietas y “mamás” a cada momento, quizás sí sea mi lugar ansiado, un espacio para el sosiego.

Con un mundo completamente revuelto y turbulento. Con el dolor, terror y sufrimiento omnipresentes y el odio escalando y tomando las esferas del poder siento, más que nunca, la necesidad de hallar ese escondite, ese pequeño y secreto agujero.

Más ni la soledad, ni el hogar materno logran, estos días, traerme o proporcionarme algún alivio o, al menos, un poco de consuelo.

Ha sido, entonces, en la oscuridad de la noche, y con un cierto silencio, mientras contemplaba a mis pequeños, a mi lado, durmiendo, sanos y a salvo, entre mi marido y mi propio cuerpo, cuando he sentido que ese es el verdadero sosiego, una paz y una calma nada ostentosa. Esos momentos de relativa ‘soledad’ en los que no me importa romper el sueño para ser consciente de la profunda dicha que tengo. Un lecho que sirve de amparo y refugio. Mi lugar seguro en el mundo, humilde y reconfortante.

Evitar la tragedia

La pasada madrugada del lunes al martes despertaba poco antes de las tres de lo la mañana por el ruido que provocaba la intensa lluvia en el tejado de nuestro hogar. Por entre las cortinas veía un cielo completamente iluminado a consecuencia de una violenta tormenta eléctrica que rompía en truenos que se escuchaban a lo lejos. Al comprobar que no cesaba, me levanté para evidenciar, desde el segundo piso, que cuesta abajo corría un importante caudal de agua sucia que se acumulaba en la zona más baja del vecindario, ocasionando arrastres y que, incluso, las alarmas de algunos coches saltasen sumándose, así, al bullicio. 

En aquel momento me asusté. Nunca me han gustado las tormentas. Me aterrorizan. Era relativamente consciente de que no corríamos peligro, tratando de asegurar sobre todo la integridad de mis hijos. Sin embargo, no pude evitar preocuparme por otros vecinos con niños pequeños, esperando que estuviesen tranquilos y a salvo. 

Afortunadamente al amanecer el temporal quedó, donde vivo, en algo prácticamente anecdótico, sobre todo después de conocer las tragedias que se han vivido en otras localidades. 

Como toda España estoy, desde entonces, completamente abrumada, entristecida y desconsolada con la cantidad de dramas personales que la fuerza del agua ha dejado a su paso en diferentes puntos de nuestra geografía. No he visto la televisión. No he podido. He leído la prensa y he escuchado la radio para informarme. No sé si podría soportar la crueldad y el drama de ciertas imágenes. 

Son muchas las voces y otras tantas las opiniones que hoy, varios días después, reflexionan sobre la dimensión de tremenda catástrofe. Muchas, también, las críticas y los repartos de obligaciones y competencias. Sin duda, habrá que depurar responsabilidad, si las hubo, y los errores que se cometieron. En cualquier caso, semejante volumen de precipitaciones en tan corto espacio de tiempo es muy difícil de contener, controlar o frenar. Los daños eran inevitables, aunque seguramente pudieron ser menos. 

Se ha cuestionado el sistema de alertas, los recursos puestos a disposición y la previsión de las administraciones. Quizás hubo faltas en todo el proceso y, por supuesto, es necesario que se sancionen; aunque también es verdad que estábamos avisados desde hace días de la llegada del temporal. 

Ocurre que estamos acostumbrados a que las alertas no suelan ser tan severas como se pronostican y nos confiamos creyendo que no se cumplirán los pronósticos más alarmistas. Yo misma me salté las recomendaciones al salir a la autovía, en plena alerta naranja, para llevar a mi hija al pediatra cuando no era cuestión prioritaria. Acciones completamente temerarias. 

Sin duda, los fenómenos meteorológicos son, a consecuencia del cambio climático, cada vez más impredecibles y debemos tomarnos en serio las alertas y predicciones. Quizás también es el momento de que las distintas administraciones públicas, entidades y organismos cierren un acuerdo estatal de acción y actuación para que ante determinados avisos y situaciones de emergencia, a modo de prevención, se establezcan las medidas que se pueden tomar ya sea como precaución y/u obligación y que reduzcan y atenúen las consecuencias, minimizando -y ojalá evitando -la tragedia.

Nuestro corazón está con las familias de las víctimas y nuestra esperanza con los allegados de los desaparecidos. Y, por supuesto, nuestras fuerzas con quienes tratan de reconstruirlo todo.