
Los que acostumbran a leerme saben que la maternidad me ha cambiado totalmente. No sólo por cuestiones de agenda y de organización- eso es obvio-, sino de forma más profunda: mi forma de estar en el mundo, de sentir y amar.
Este mes de septiembre está siendo difícil por la imperiosa incorporación al trabajo y la vuelta a la rutina escolar-laboral. Principalmente, es mi pequeña Julia la que no lleva bien su regreso a la guardería. Hemos comenzado de nuevo; como si nunca hubiera estado allí y lo hiciese todo por primera vez. Imaginen, después de todo el ajetreo matinal, entre despertares, desayunos y demás, llegar a la guardería y acongojarte al dejar a tu hija en un desconsuelo total y saber que, posiblemente, no va mejorar mucho después. El otro día la recogimos con los ojos rojos del llanto. Sé que es algo transitorio y no muy distinto de lo que le sucede a muchas familias en estos días. Trato de no darle mucha importancia, aunque es inevitable que nos duela.
Pero lo que quería contarles no es eso. La guardería ha sido trasladada -de forma provisional- a unos estupendos módulos prefabricados pues se están acometiendo profundas reformas en el edificio original. La ubicación para estos módulos ha sido una zona de nueva construcción en los que hace décadas existía una histórica fábrica conservera, testigo de ello es una alta chimenea en ladrillo -tan características de estas zonas. El otro día al salir de dejar a la pequeña sentí cierta tristeza. No fue porque aún oía el llanto de mi hija a través de la ventana, sino porque recordé de golpe las historias que mi madre y mi abuela alguna vez me contaron. Todos sabemos, en mayor o menor medida, lo que supuso la revolución industrial para el desarrollo de los siglos XIX y XX. Esos pueblos que vieron como el crecimiento económico y muchas veces demográfico tenía forma de chimenea y gran nave industrial. Esas fábricas conserveras salpicaron toda nuestra geografía y, especialmente, el levante español. Esas empresas supusieron en muchas ocasiones la definitiva incorporación laboral de la mujer en pequeños pueblos de Murcia. Incorporación que siempre iba pareja con tratar de mantener las numerosas labores domésticas. Muchas veces oí contar como los bebés eran llevados a estos lugares para ser amamantados por las madres que allí trabajaban. Pude sentir, por unos instantes, el dolor de aquellas madres -anónimas ya en el tiempo- que tendrían que despegarse de unos bebés de pocos meses, incluso semanas, para el duro trabajo.
Afortunadamente los tiempos han evolucionado a mejor en muchos aspectos, pero la conciliación sigue siendo un tema ambiguo y no real en la mayoría de casos. Dejo a mi pequeña a la sombra de esa vieja chimenea conservera y sé que está maravillosamente bien cuidada, a pesar de sus lágrimas. Y mientras me voy camino de mi trabajo pienso: por vosotras, madres, abuelas, bisabuelas …por vuestro coraje y memoria. Porque criasteis varias generaciones de hombres y mujeres en una vida amarga a pesar de la dulzura de vuestra leche.