Otoño bello

Hace tan sólo unos días que daba comienzo mi estación favorita del año, el otoño. Espacio que va desde septiembre, mi mes por excelencia –en el que incluso cumplo los años-, hasta dejarnos a las puertas de mi festividad predilecta, la Navidad.

El otoño ha podido vincularse en determinados momentos a estados de ánimo tristes y melancólicos, tanto en literatura, como en arte e incluso música. Supone el fin del verano y el anuncio del frío invierno. Las horas de luz se reducen y el verde del paisaje desaparece dando lugar a una variada gama de castaños y marrones.

Así, en las artes plásticas las representaciones suelen ser casi monocromáticas, con los amarillos y ocres como tonos protagonistas.  Buen ejemplo de esto serían las pinturas de ‘Bosque de hayas’, de Klimt, ‘Efecto de otoño en Argenteuil’, de Monet, o ‘Jardín de Giverny’, de Mary Fairchild Low, entre otras. En cuanto al verso, suele ser también una alegoría del paso hacia la senectud,  símbolo de la quietud y la calma o reflejo del paso inexorable del tiempo, como en los textos de Juan Ramón Jiménez, Octavio Paz o Antonio Machado. Incluso en su forma más sonora, podemos sentir esa caída pausada pero constante de las hojas en la composición de Vivaldi.

Sin embargo, para mí el otoño siempre ha sido todo lo contrario: movimiento, puesta en marcha y comienzo. Desde mi niñez, con la deseada vuelta al cole y el inicio de todo; hasta estos días en los que supone el regreso a la necesaria rutina después de un más que merecido verano de encuentros, escapadas, acontecimientos y  algún que otro exceso.

Me gusta el otoño. Con su normalidad, sus rutinas, sus tardes de lluvia en casa, los paisajes amarillentos, las primeras mangas largas, los zapatos cerrados, las medias y leotardos, las botas de agua, los estrenos, las noches más largas, los días más cortos, las lecturas delante del flexo, las actividades extraescolares, Halloween y el Día de los Muertos, el olor al café calentito, el fresco de los amaneceres, la granada en las ensaladas, los juegos de mesa, el crujir de las pisadas, el gustito del sol en la cara, el silencio de las madrugadas, las sábanas de pelo y las colchas aguatadas sobre la cama.

Quizás el otoño no sea una estación de bullicio, algarabía ni desenfreno; una estación sin pinceladas en fucsia, aguamarina o turquesa. Sin embargo, es el amor por lo más real y frecuente. Es la belleza y la calma de lo normal; un lienzo en armonía cromática; es el sentirse feliz en lo más cotidiano, en lo más sincero.  

Amamantar en la fábrica

Los que acostumbran a leerme saben que la maternidad me ha cambiado totalmente. No sólo por cuestiones de agenda y de organización- eso es obvio-, sino de forma más profunda: mi forma de estar en el mundo, de sentir y amar.

Este mes de septiembre está siendo difícil por la imperiosa incorporación al trabajo y la vuelta a la rutina escolar-laboral.  Principalmente, es mi pequeña Julia la que no lleva bien su regreso a la guardería. Hemos comenzado de nuevo; como si nunca hubiera estado allí y lo hiciese todo por primera vez. Imaginen, después de todo el ajetreo matinal, entre despertares, desayunos y demás,  llegar a la guardería y acongojarte al dejar a tu hija en un desconsuelo total y saber que, posiblemente, no va mejorar mucho después. El otro día la recogimos con los ojos rojos del llanto. Sé que es algo transitorio y no muy distinto de lo que le sucede a muchas familias en estos días. Trato de no darle mucha importancia, aunque es inevitable que nos duela.

Pero lo que quería contarles no es eso. La guardería ha sido trasladada -de forma provisional- a unos estupendos módulos prefabricados pues se están acometiendo profundas reformas en el edificio original.  La ubicación para estos módulos ha sido una zona de nueva construcción en los que hace décadas  existía una histórica fábrica conservera, testigo de ello es una alta chimenea en ladrillo -tan características de estas zonas. El otro día al salir de dejar a la pequeña sentí cierta tristeza. No fue porque aún oía el llanto de mi hija a través de la ventana, sino porque recordé de golpe las historias que mi madre y mi abuela alguna vez me contaron.  Todos sabemos, en mayor o menor medida, lo que supuso la revolución industrial para el desarrollo de los siglos XIX y XX.  Esos pueblos que vieron como el crecimiento económico y muchas veces demográfico tenía forma de chimenea y gran nave industrial.  Esas fábricas conserveras salpicaron toda nuestra geografía y, especialmente, el levante español.  Esas empresas supusieron en muchas ocasiones la definitiva incorporación laboral de la mujer en pequeños pueblos de Murcia. Incorporación que siempre iba pareja con tratar de mantener las numerosas labores domésticas.  Muchas veces oí contar como los bebés eran llevados a estos lugares para ser amamantados por las madres que allí trabajaban. Pude sentir, por unos instantes, el dolor de aquellas madres -anónimas  ya en el tiempo- que tendrían que despegarse de unos bebés de pocos meses, incluso semanas, para el duro trabajo.

Afortunadamente los tiempos han evolucionado a mejor en muchos aspectos, pero la conciliación sigue siendo un tema ambiguo y no real en la mayoría de casos.  Dejo a mi pequeña a la sombra de esa vieja chimenea conservera y sé que está maravillosamente bien cuidada, a pesar de sus lágrimas. Y mientras me voy camino de mi trabajo pienso: por vosotras, madres, abuelas, bisabuelas …por vuestro coraje y memoria.  Porque criasteis varias generaciones de hombres y mujeres en una vida amarga a pesar de la dulzura de vuestra leche. 

Improductivas

Supongo que es una sensación generalizada, entre muchos padres y madres, la de estar todo el día sin parar y al final de la jornada tener la sensación de no haber hecho nada. Ese sentimiento de improductividad, si no se gestiona bien, puede ser demoledor para ciertas mentes y caracteres perfeccionistas y exigentes.

En una sociedad de lo inmediato, lo tangible y lo cuantificable aquello de naturaleza más etérea, volátil o que no produce beneficio carece de cualquier tipo de mérito o estima. Es por eso que muchos nos castigamos a diario con la necesidad de ser más eficientes y alcanzar más objetivos.

Y es que si lo pensamos bien, esa impresión está más que justificada –irónicamente hablando -.  En muchas ocasiones, somos los primeros en levantarnos para ducharnos, arreglarnos y tomar un café rápido mientras el resto de los miembros de la familia aún duerme  y así, cuando éstos despierten, estar preparados y a disposición para hacer frente al caos mañanero. Eso, en el mejor de los casos, porque mi media hora de acicalamiento suele estar interrumpida, al menos en una ocasión, por el llanto de mi hija pequeña pidiendo pecho. Por lo que tengo que disponerme en varias fases.

Lo que ocurre a partir de ese momento es un auténtica contrarreloj de ropas, peines, desayunos, mochilas, anti-mosquitos, colonia anti-piojos, botellas de agua, almuerzos, camas, sube niños al coche, baja niños del coche, deja al primer niño en el cole, sube al segundo, de nuevo, en el coche, pon rumbo a la guardería, vuelve a bajarlo del coche y déjalo en su destino.

Así, cuando llegamos al trabajo, como dice mi compañera y también madre, ya llevamos una vida vivida. Tras cumplir con las obligaciones laborales, volvemos a la carrera para recoger niños, darles de comer, llevar y traer de las actividades extraescolares; aprovechando mientras para hacer la compra y contestar a los mil grupos de whatsapp de padres invitando al último cumpleaños, preguntando por el libro de religión o recordando la recogida de uniformes.

Las noches no son muchos más tranquilas, intentando llegar a la cama a una hora decente después de las cenas, recoger la cocina, lavado de dientes, pijamas y una lectura en familia para relajarnos todos.

Y es que básicamente, como leí el otro día en un perfil de Instagram (Mujeresmadres) vivimos “intentando pasar tiempo de calidad con nuestros hijos a la vez que tratamos de tener una carrera exitosa, perdemos la barriga posparto, criamos de forma respetuosa, mantenemos la casa limpia, salimos decentes a la calle, educamos a nuestros hijos con inteligencia emocional y no perdemos la cabeza” en el intento.

Así que algo debemos estar haciendo mal cuando pese a todo eso, a veces, nos sentimos poco productivas.

Todo empieza en septiembre

Comienzo el mes de septiembre ‘teletrabajando’ y con dos niños en casa a la espera del inicio del curso escolar que siempre se demora unos días más allá tras el fin de las vacaciones, que ya parecen incluso lejanas. Periodo éste en el que las familias hacemos malabares para poder armonizar nuestras responsabilidades laborales con las necesidades y obligaciones parentales.

Además, estos últimos días de verano suponen un verdadero estrés y caos en muchos hogares con el intento de recuperar las rutinas y la organización para la vuelta al cole. Tras varias semanas de ‘slow life’: jornadas en bañador y chanclas y noches largas, comienza el acopio de libros y material escolar, la reposición de uniformes, el tetris con la extraescolares y el acondicionamiento de los nuevos espacios de trabajo en casa, tanto para ellos como para los padres que nos toca conciliar así.

Y, aunque afortunadamente cada vez las tareas están más repartidas, el Project Manager de la ‘vuelta al cole’ en la mayoría de hogares suele ser la mamá. Esto nos carga con una cantidad de tareas pendientes que puede llegar a ser asfixiante, más por el peso mental que por el hecho de desempeñarlas.

Recogida de los libros de texto, nuevo calzado para el curso, pago de las matrículas y extraescolares, abono de las tasas del AMPA, etiquetas con el nombre del alumno para marcarlo todo: ropa, libros y enseres, fotos de carné nuevas para las maestras, pruebas de uniforme, mochilas, botellas de agua y complementos varios… seguro que todo esto resulta familiar en muchas casas.

Tantas ocupaciones en tan poco tiempo hacen que olvidemos la calma y la placidez de los días de descanso y que el estrés y la ansiedad se apodere de nuestro estado de ánimo, intentando cumplir con todo mientras trabajamos y con un horario escolar reducido.

Mientras escribo esto, observo desde mi mesa como una vecina, a las siete y media de la mañana, monta ella sola a sus dos hijos, aún en pijama y durmiendo (primero porta a una y luego al segundo más pequeño) para dejarlos con su madre y poder acudir a su puesto de trabajo. Es evidente que en muchas ocasiones no lo tenemos fácil. Sin embargo, lo seguimos consiguiendo.

Septiembre ha sido siempre uno de mis meses favoritos. Esa sensación de comienzo me gusta. Ese sentimiento de estar a tiempo y en el momento de poder cambiar las cosas; también la igualdad en los roles de pareja y familia. Quizás tiene que ver que nací un septiembre de hace ya 41 años y, para mí ,no sólo simbólicamente, todo empieza en septiembre.