
En muchas ocasiones, uno no necesita que ocurra nada demasiado grave para romperse por dentro. Basta un pequeño contratiempo que colme nuestra capacidad de autorregulación y equilibrio. Especialmente si eres madre y tienes que tratar de templarte varias veces en una misma jornada.
Esta semana, sufría uno de esos episodios de ‘fractura’ anímica, pero, como es habitual, no me permitía mostrarme agotada y vulnerable tratando de no preocupar y alarmar a quienes están a mi lado, sobre todo a mis hijos.
Puedo considerarme afortunada por tener una familia sana –en todos los sentidos -, pero esto no quita que la abrumadora carga mental y física que llevamos muchas mujeres consiga en ocasiones colapsarme y pase factura a mi salud mental. Normalmente, no se trata de grandes tragedias, ni se requieren soluciones drásticas.
Sé que puede resultar nimio, insignificante e, incluso, caprichoso si tenemos en cuenta los sufrimientos y verdaderos dramas que afrontan a diario otras personas, pero, como decía, también las pequeñas contrariedades, repetidas en el tiempo, pueden dañar nuestro espíritu.
Lo mejor de todo es que estos pequeños males, por ende, suelen tener pequeños, o fáciles, remedios.
Se trata, simplemente, de la necesidad de que alguien agradezca, valore y reconozca explícitamente ese esfuerzo diario por llegar a todo. Se trata de que de vez en cuando alguien pregunte si estás bien, si necesitas ayuda o si puede colaborar con algo. Se trata de que por una vez seas tú la persona mimada y atendida. Se trata de que alguien pregunte qué es lo que te apetece y priorice esos deseos o antojos.
A las personas exigentes e independientes nos cuesta mucho pedir ayuda, pero eso no quiere decir que no la necesitemos, aunque no suele ser sencillo que los demás adviertan esa llamada de socorro. Es por eso que me produce admiración la sinceridad y el valor de quienes han sufrido una ‘mala racha’ y han sido capaces de verbalizarla y visualizarla; incluso a nivel mediático, y pedir auxilio. La humildad de quienes se dejan ayudar.
Yo finalizaba mi crisis intentando ahogar mi llanto en la cama mientras dormía a mis pequeños, pero mi hijo mayor observó mi estado de ánimo y empezó a llorar conmigo. Cuando le pregunté por qué lloraba me dijo que tenía miedo a dormirse y dejarme sola mientras estaba mal y triste. En aquel momento, dejé de sentirme así porque con sólo cuatro años había sido él, con su amor y sus palabras, quien había conseguido, esa noche, abrazar y curar mi alma.




