Unos pendientes sicilianos

Creo que ya he expresado en más de una ocasión mi inclinación y apego a las cosas, a los objetos. A las cosas como narradoras de historias. A las cosas como recuerdos de otros tiempos, otros viajes y otras gentes. Especialmente si son memorias felices.


Que la historia, también, se cuenta a través de los objetos debe ser uno de los principios básicos de la museología. Y, sin duda, en literatura es un fantástico recurso convertirlos en el hilo conductor de la trama. Los objetos como espectadores del tiempo. Una práctica que se convierte, incluso, en seña de identidad de ciertos escritores y novelistas. Sea el caso del argentino Manuel Múgica Láinez con epílogos enteros dedicados a la vida de una pieza. Como el libro ‘El Escarabajo’ en el que el narrador es este insecto de lapislázuli, propiedad de la reina egipcia Nefertari, con cuyas peripecias recorremos más de tres mil años de historia, desde el Egipto de Ramsés II hasta nuestros días. En muchas otras de sus novelas también encontramos este tipo de protagonismo de los objetos.


Yo, desde hace algún tiempo, vengo adquiriendo, guardando y coleccionando algunos objetos que tienen un significado especial para mí. Hábito que comparto también con ‘El Hombre del Renacimiento’. Tanto es así que nuestra casa, de algún modo, resulta ser una especie de ‘Cuarto de Maravillas’, bastante más modesto que los de antaño, en el que se pueden encontrar desde tallas africanas o barro bereber a antiguas conchas y fósiles, encajes y puntillas del siglo pasado o lámparas art déco rescatadas de antiguos caserones.


‘Gabinetes de curiosidades’ privados que lo son especialmente para nuestros pequeños que, afortunadamente, muestran interés por todo aquello que les rodea preguntándonos por la procedencia y el origen de muchos de estos objetos.


Todo esto venía hoy a mi cabeza al ponerme un par de pendientes de cerámica siciliana que compré en mi viaje a la isla hace ya unos cuantos años con un grupo de periodistas y fotógrafos cartageneros. Pendientes que algún día serán de mis hijos y que más allá del valor material que tienen, que no es mucho, sí lo tendrán como recuerdo, pues a través de este y otros objetos personales podrán saber más de quién fue y qué hizo su madre.


De este modo, con los años podrán seguir, de alguna forma, jugando: tratando de juntar objetos como piezas de un rompecabezas que compone y descifra, ni más ni menos, que nuestra historia, la historia de nuestra familia.

Una cocina por cuartel

Pese a no gustarle guisar, mi madre siempre pasaba la mayor parte de su tiempo en la cocina preparando el menú familiar. Y lo hacía meritoriamente. Con recetas y fórmulas únicas que quedarán siempre en nuestra memoria. Sabores que incluso puedo paladear sólo con su evocación. En casa siempre se olía a comida, siempre se olía bien.


Es por esto, que la mayoría de las cosas que ocurrían a lo largo del día, ocurrían allí. Allí comíamos, pese a su reducido espacio; allí manteníamos las conversaciones más trascendentales y las de menor importancia; allí jugábamos y hasta hacíamos los deberes en un improvisado escritorio cada una (mi hermana y yo) en un taburete. Eso sí, allí nunca entró una televisión. La cocina, como en muchos otros hogares, fue siempre el centro neurálgico de nuestra casa en mi infancia. El espacio que ocupaba, habitaba y llenaba la ‘gerente’ de la familia. 


También mi abuela, que jamás disfrutó demasiado con las tareas culinarias, hizo de esta estancia su bastión. En ella zurcía, remendaba y hasta cortaba los patrones de las ropas y piezas que cosía para vecinas y conocidas hasta bien entrada en años, mientras se hacía cargo de nosotras cuando mi madre trabajaba. 


Será por eso que siempre soñé con un espacio que hiciera las veces de ‘ese cuartel general’ para mi propia familia y casa. Añoraba esa actividad, esas reuniones, ese todos juntos y revueltos; pero deseaba un contexto más grande, abierto y luminoso del que mis propios hijos algún día tuviesen el mismo recuerdo.


Hoy, repasado antiguos vídeos y fotografías, me encuentro con maravillosas escenas en un diminuto apartamento que ocupábamos cuando nació mi hijo pequeño. Baños improvisados en el fregador, desayunos de cumpleaños, espacio de juego, bailes y canciones y hasta forzado y espontáneo gimnasio durante el confinamiento. Con los biberones secando en la encimera y el tendedero de ropa secándose siempre en medio.


Con el tiempo tuvimos esa estancia diáfana y con luz que anhelábamos en la que mis hijos -ahora son dos – también pasan la mayor parte de su tiempo jugando al escondite, haciendo procesiones con muñecos e incluso compitiendo en bicicleta, mientras hay quien les prepara el desayuno, la comida o la cena y que, a veces, incluso utilizamos de despacho u oficina. Ese espacio en el que están cuidados y atendidos. Ese espacio seguro en el que todo discurre y transcurre.


Haciendo memoria me descubro, así, que lo importante nunca fueron los metros, sino la felicidad de lo vivido ungida por familiares sabores y olores.