La sociedad de la nieve

Doce ‘Goyas’, ni más ni menos, le han hecho falta a Bayona para que me decidiese, finalmente, a ver su película. ‘La sociedad de la nieve’ se convertía así, hace unos días, en la tercera película más galardonada por la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas; después de ‘Mar Adentro’ y ‘¡Ay, Carmela!’. Hazaña que no le es del todo ajena al director, pues con ‘Un monstruo viene a verme’ consiguió hasta nueve. Y es que, incluso con su nominación a los Óscar, me he resistido todo este tiempo a revivir el drama.

Desde hace un tiempo, y creo que en gran parte a consecuencia de nuestra paternidad, venimos rechazando la exposición a contenido, sobre todo audiovisual, trágico, virulento o sustancialmente doloroso, ya que nuestra tolerancia a este tipo de imágenes e historias se ha visto drásticamente reducida. Ahora, nos hacen más daño, nos perturban más y afectan a nuestro ánimo. Además, ya habíamos visto ‘Viven’ (1993) y conocíamos de sobra la historia.

Sin embargo, el éxito logrado en la última edición de los premios de la Academia de Cine y, por supuesto, la trayectoria de su director acabaron por convencernos. Bueno, realmente yo tuve que convencer al ‘Hombre del Renacimiento’ que aún así se resistía a “sufrir por placer”. Y; aunque he de reconocer que pasamos toda una noche sin dormir, consternados; sin duda, mereció la pena.

Y es que mientras ‘Viven’ se fundamenta en la acción y la aventura más física y visual de los 16 supervivientes del accidente de avión en los Andes de 1972, el largometraje del cineasta español hace un trabajo de introspección con cada intérprete, mostrando un drama más emocional y psicológico; apartándose de fórmulas y estilos Hollywoodienses y acercándose mucho más al ‘savoir faire’ español que a mí me gusta. Ese en el que tanto se trabajan los personajes, sus complejidades y su evolución.

Es un ‘film’ muy duro, pero no en su definición más gráfica ya que resuelve las escenas con una elegancia que le sale natural, sin violencia ni imágenes desagradables; pero sí lo es emocional y, hasta, éticamente.

El título, recogido de un libro homónimo escrito por Pablo Vierci, no pudo estar mejor escogido y es que representa la necesidad de la comunidad para sobrevivir. Esa forma de entender que la supervivencia de uno es la supervivencia de todos. Ese sentido tan primitivo y antropológico de sociedad del que, quizás, tan faltos estamos ahora. Cargada de simbolismos y alusiones bíblicas, lanza un mensaje casi evangelizador.

Poderosa hija mía

Recogida en mis brazos, como en cada una de tus 365 noches de vida y en prácticamente cada uno de tus sueños, llegas al año, mi pequeña Julia. Ha sido un tiempo de intenso aprendizaje. Y es que aun siendo tú la segunda yo he sido primeriza en tanto.


Te di a luz de forma completamente natural sintiendo, por primera vez, como me rompía yo para recibirte. Me enamoré de ti en aquellos largos días de hospital, entre llantos (míos) y destellos fluorescentes; para volverme a romper, un poco más tarde, esta vez por dentro. Me superó el amor y la intensidad de tu apego. No éramos dos, fuimos una sola durante mucho tiempo. Y quedé un tanto perdida en aquella nueva definición mi ser, de mi cuerpo.


Pero también viniste a recomponerme. A remendarme más segura, más valiente y más fuerte. Me enseñaste a parar, para descubrir el verdadero sentido del tiempo; para entender la productividad del sosiego y la quietud. Para dar valor al silencio.


Silencio que duró poco y llenaste con tus risas y silabeos.


Julia eres algarabía, enredo y estruendo. Alegría y dulzura, al mismo tiempo. Con esa peculiar forma de sonreír con toda la cara; entornando tus ojos, abriendo la boca grande y con las bonitas muecas que se forman en tus mejillas: tus hoyuelos.


Con la personalidad y el carácter que imprimes a cada uno de tus gestos has tomado posiciones en un frente que creímos tan cerrado y que, paradójicamente, ahora parece que nunca estuvo, sin ti, completo.


Con esa chispa que tienen tus ojos, encendidos y admirados; porque así afrontas la vida, con sorpresa y asombro. Y así has ido creciendo, sin querer cerrarlos demasiado tiempo por miedo a perderte algo. Tus párpados, beligerantes y vigías, bajan la guardia sólo en mi regazo cuando de soslayo me divisas al mamar y te dejas vencer por el sueño.


Y, aunque tu ímpetu y ardor me resulte -a ratitos – agotador e imprudente, aunque me admire a la par que asuste, te quiero así: amante de la intensidad, ‘disfrutona’ y rebelde. Quiero seguir viéndote bailar, ajena a los límites que nadie quiera imponerte y a los miedos que algún día tratarán de frenarte. Poderosa, hija mía.

¡Feliz primer cumpleaños!

Hijo, tienes un email

Son muchas las ocasiones en las que siento verdadero pudor al escribir sobre mí en estas líneas. Sin duda no son trascendentales ni noticiables asuntos tales como el escritor que ando leyendo, la última exposición que hemos visitado en familia o cualquier otra de las muchas anécdotas que relato sobre mis hijos. Esto me ha llevado a replantearme la continuidad de esta columna casi cada semana cuando me siento a decidir sobre lo que voy escribir. Sin embargo, y siendo curiosamente algo que me produce más vergüenza aún, la mantengo por las aportaciones y observaciones que algunos de vosotros habéis hecho a mi vida a raíz de esto. Por la complicidad alcanzada. Por esa empatía tan real que he recibido al exponerme, al compartir algunas situaciones y emociones tan privadas.

Por ejemplo, hace unos meses, cuando hablaba de que estaba dejando a mis hijos ‘unas memorias’ en las que les anotaba detalles de nuestras vidas, cosas muy cotidianas, que algún día serán su pasado y a mí, por ese entonces, me costará recordarlas; una mamá del cole me comentaba que ella también estaba construyendo esas ‘crónicas’ a su manera. Manera que también he decidido copiar para completar esos recuerdos.

Así, hoy les he creado a mis hijos una cuenta correo electrónico con sus nombres. Dirección a la que podré ir enviando periódicamente emails con una imagen acompañada de un breve relato sobre ese instante. Para estrenarlas les he adjuntado unas fotografías en familia que nos hicimos hace unos días en ‘Las Fuentes del Marqués’, un paraje de Caravaca, y les he explicado, entre otras cosas, como solía yo pasear por allí con mis padres como en ese instante lo hacíamos nosotros.

Les he contado, también, detalles de ese día como que mi hijo se negaba a volver a casa sin un palo gigante –me sacaba casi un cabeza- con el que había estado jugando, o como mi pequeña tomaba pecho acurrucada en mis brazos junto a un banco en la orilla del agua mientras los chicos andaban de expedición a ver lo que encontraban.

Supongo (y espero) que, para ellos, sea maravilloso descubrir algún día todas estas ‘cartas’ sobre su infancia. Ahora, mi dilema es cuál sería la edad más adecuada para entregarles por fin las claves de estas cuentas, que habré mantenido y alimentado en el tiempo, para que puedan encontrarse y revivir todos estos recuerdos cuidadosamente almacenados y custodiados.