Una caja de recuerdos

Hay una película británica de Richard Curtis, uno de los grandes directores de comedia contemporánea conocido por títulos como ‘Love Actually’, ‘Cuatro bodas y un funeral’ o ‘Notting Hill’, que sin duda es una de mis favoritas del género. ‘About time’- o ‘Una cuestión de tiempo’ como se tradujo al español- además de una banda sonora interesante con temas que van desde ‘Il Mondo’, de Jimmy Fontana, a ‘Into my arms’ de Nick Cave, pasando por ‘Back to black’ de Amy Winehouse’ o ‘Friday I´m in love’ de ‘The Cure’; cuenta con un reparto de excepción, con Domhall Gleeson, Rachel McAdmas y Bill Nighy, entre otros, y un entretenido y amable argumento que, en realidad, es mucho más trascendental de lo que aparenta.

La cinta, que en 2013 se llevó el Premio del Público en el Festival de San Sebastián, relata la capacidad del protagonista para viajar en el tiempo, siempre hacia atrás, con el fin de enmendar errores de su pasado. Cualidad que aprovecha, también, para recuperar las partidas de pin pon entre conversaciones con su padre fallecido.

Si hubiera de elegir un don, yo también querría poder volver, de algún modo, en el tiempo. No porque piense que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino con la única pretensión de rescatar y revivir algunos de los momentos que, irremediablemente, he perdido para siempre; y que permanecen vivos en tanto en cuanto mi memoria aún los tiene presentes pero que algún día desaparecerán para siempre.

Reconozco que la memoria, o más bien la pérdida de ésta –entendida más allá de la capacidad para rememorar algo –es uno de mis temas recurrentes. Sin duda, me angustia el olvido. Me angustia olvidar y, también, que algún día me olviden. No desde un punto de vista vanidoso, más bien me entristece que nadie recuerde ya lo maravilloso vivido y compartido.

Y no hablo de grandes obras. Hablo de los despertares de mis hijos acurrucados en mis brazos. Hablo de las ocurrencias de mi pequeño en nuestras conversaciones de pijama y cama. Hablo de sus risas cómplices mientras juegan. Eso es lo que no quiero que jamás se pierda.

Será por eso que este año, he pedido a sus Majestades Los Reyes Magos que dejen para mis hijos una bonita caja de recuerdos. Un paquete con más de 300 instantáneas cotidianas que iré completando con los años. Momentos de nuestro pasado congelados en fotografías a las que, de algún modo, puedan siempre volver y regresar.

Im-perfectas

Esta semana mi hermana bromeaba con la idea de que cada vez se parece más a mi madre. Sustentaba su afirmación, concretamente, en dos variables: cada vez le apetecía menos socializar, a la par que crecía su fijación, deseo o interés hacia los ‘acolchados’; esa prenda de abrigo, a priori, tan poco favorecedora. Al menos, según mi gusto y criterio.

El caso es que, aún pareciendo exagerada, dicha afirmación tiene algo de verdad. No se trata de que los años nos hayan vuelto más hurañas ni estúpidas o menos estilosas, es simplemente cansancio. Sí. Así. Tal y como suena. Las mujeres de mi generación vivimos cansadas y aún así funcionamos, en muchos casos, por inercia, pese incluso a pasar malas noches.

Queremos, defendemos y promoveos un estilo de vida ’slow life’ en el que deleitarse y regocijarse de las cosas pequeñas, de cada momento; sin embargo, la realidad es que nuestra existencia es otra bastante diferente. El grado de auto exigencia en el que nos hemos situado nos aboca a un constante estado de ansiedad, insatisfacción y agotamiento.

Queremos vivir días lentos, pero no lo logramos. Siempre hay cosas que hacer, algo que recoger, que ordenar, informes que enviar, emails o mensajes que contestar, cosas que limpiar, ropa que lavar, amigas que ver, visitas que hacer, compras que hacer… y con todos esos ‘deberes’ centrifugando tu cabeza es difícil descansar.

Desde las obligaciones laborales, en las que luchamos por no bajar ni un ápice nuestro rendimiento después de haber sido madres, al mantenimiento de un hogar bonito y en orden, pasando por los compromisos maritales y familiares vivimos en un permanente esfuerzo, tratando de mostrar y demostrarnos que podemos con todo.

No sé cuándo ni quién nos hizo asumir como bueno ese rol de súper mujeres que nos provoca tanto desgaste. La perfección es fatigosa y, lamentablemente, inalcanzable con la cantidad de encargos y tareas que abarcamos.

De este modo, nuestras aspiraciones, a veces, como comentaba mi hermana se reducen a un poco de descanso físico y mental sin necesidad, si quiera, por mantener una conversación. Un poco de silencio y soledad, sin más. Y en cuanto al ‘acolchado’ –aunque a eso yo me resisto aún un poco más -, la búsqueda de la comodidad.

Nos hemos reivindicado como iguales, como capaces, como independientes, como fuertes y valientes, y hemos demostrado que lo somos.  No necesitamos vivir en esa reivindicación constantemente. Es el momento de recuperarnos, querernos, aceptarnos y reivindicarnos, también, como imperfectas, como maravillosamente im-perfectas.

Inmortal

Mi padre habría cumplido 71 años este pasado 30 de noviembre. Sin embargo, hace ya más de ocho años que nos dejó. Es curioso como el tiempo disipa la mayoría de los recuerdos, mientras la memoria lucha y se esfuerza por continuar manteniendo otros muy presentes. Desconozco qué mecanismos y reglas intervienen en la selección, arbitraria o no, de lo que retenemos y lo que olvidamos, pero estoy segura de que debe haber una explicación.

De él tengo muy presente su sonrisa de medio lado mientras entornaba los ojos, un jersey de ‘cashmere’ color beige y especialmente gustoso que solía vestir los fines de semana y al que nos gustaba abrazarnos, su afición a la prensa deportiva o la aversión que tenía a las corbatas, entre otras cosas. Y, aunque no ha pasado demasiado tiempo, también soy consciente de que lamentablemente he olvidado o desdibujado muchos otros rasgos de su personalidad.

Ahora que tengo hijos, muchas veces me sorprendo preguntándome si se acordarán de las experiencias que hoy yo estoy construyendo para ellos y sobre qué es lo que guardarán en sus recuerdos de la persona que un día fue su madre.

Así hago mis conjeturas sobre si me pensarán como una mujer risueña que se maquillaba en cuanto ponía un pie fuera de la cama y empleaba labial carmín, que siempre calzaba tacones y usaba gafas de sol. O si les llamará más la atención mi colección de libros y los cientos de artículos que con los años coleccioné.  Si recordarán que me gustaba viajar y los idiomas o que, incluso, era capaz de bailar salsa.

También fantaseo con que me evocarán sentada a la mesa de mi despacho trabajado o estudiando mientras los contemplo dormidos.

Pero, sin duda, lo que de verdad espero es que perpetúen mis abrazos en la cama compartida –según el momento por los cuatro -al acabar el día mientras los arropo, y mis besos de buenos días al despertarse. Mis ‘pásalo bien en el cole’ de cada mañana. Mis noches en vela cuando caían enfermos y mis madrugadas envolviendo regalos por cumpleaños o navidades. Quiero que nunca olviden como les quiso su madre.

De este modo, y aunque yo un día no esté, quedaré inmortalizada en sus recuerdos. Esos mismos recuerdos que pelearán contra el tiempo para que yo siga siendo. Porque como dice la escritora y novelista canadiense Margaret Atwood (84 años): “Al final, todos nos convertiremos en historias”. Y yo quiero ser la bonita historia o anécdota que algún día cuenten mis ‘pequeños’.