Terror en la mirada

Hace exactamente una semana, el sábado pasado, íbamos a pasar el día en familia para despedir a mi madre que viajaba a Jerusalén. A las nueve de la mañana hablé con ella y me comentaba contrariada y algo confundida que había terminado la maleta mientras veía en el canal 24 Horas que habían atacado Israel. Yo, que no había leído aún nada a esas horas del día, conjeturé que sería una nueva amenaza o amago en un conflicto que dura décadas. La tranquilicé diciéndole que haría algunas averiguaciones a ver qué estaba ocurriendo.

Incluso aunque aún no conocíamos el alcance de lo sucedido, las primeras noticias me confirmaron que mi madre no viajaría ese domingo. Horas más tarde empezamos a recibir información precisa de aquella madrugada atroz en la que cientos de personas perdieron la vida asesinadas por un grupo terrorista y, otras tantas, permanecen hoy desaparecidas y/o capturadas.

Cuando por fin llegamos a verla, esa misma mañana, no pude más que abrazarla fuerte y agradecer a Dios y a la vida que ‘todo lo malo’ hubiese ocurrido (tan sólo) unas horas antes. Veía aquellas primeras imágenes y pensaba que podría ser ella; que ella podría estar allí.

Además, en ese instante presentí algo que antes nunca había experimentado, que puede haber algo peor que la muerte.

Hace un par de días escuché una entrevista en la CNN a un padre irlandés que había perdido a su hija de 8 años en el ataque. Aseguraba, con lágrimas en los ojos y la voz temblorosa, que cuando le avisaron, tras salir del bunker en el que había permanecido durante 12 horas, que habían encontrado a Emily muerta lloró amargamente y, al mismo tiempo, grito: ¡Sí! Y sonrió. Sonrió porque “la muerte era la mejor de las posibilidades que conocía y esperaba”.

“O estaba muerta o en Gaza. Y si sabes algo de lo que le hacen a la gente allí es peor que la muerte. No tendría comida, ni agua. Estaría totalmente a oscuras en una habitación con quién sabe cuánta gente y aterrorizada cada segundo de su vida, por horas, días o incluso años, quién sabe. La muerte fue una bendición”.

Y por duro que suene, puedo entenderlo. Vivir ese terror debe ser peor que la muerte.  

El mismo terror en la mirada que desfigura los rostros de centenares de niños en Gaza tras los bombardeos de Israel. Niños que cargan otros niños con sus ropas ensangrentadas. Niños desconcertados, perdidos y heridos en mitad de esta monstruosa batalla.

Son niños, no soldados. Esto no es la guerra. Esto es una atrocidad inhumana.