
El piso en el que crecí y viví durante mis primeros años de vida tenía un largo pasillo a través del que se distribuían las habitaciones a un lado y a otro. Sobre todo a la derecha que es donde se ubicaban el salón, la salita, nuestra habitación y la de mis padres. Al fondo, un baño. Al lado contrario, un pequeño aseo y la cocina con una pequeña terraza.
Cada noche, mi padre, que era el último en acostarse viendo la televisión, cruzaba ese corredor de punta a punta y, de camino a su cama, cruzaba frente a nuestro dormitorio; que por cierto compartimos hasta que las dos nos fuimos de casa y al que siempre regresábamos incluso cuando volvíamos de visita. Dos camas, una a cada lado de una mesilla central, un escritorio doble y un armario.
Lo oí mil veces repetirnos que ese preciso instante, cuando pasaba cada madrugada frente a nuestra habitación y podía contemplarnos a las dos dormidas, era para él la felicidad, la más sencilla y primaria.
No es que restase nunca importancia a aquellas palabras, pero han sido el tiempo y la experiencia los que me han permitido apreciar la sustancia de aquella afirmación tan rotunda y real.
Hoy, en mi casa, no tengo pasillos, ni largos ni cortos, pero duermo con uno de mis pequeños a cada lado de la cama. A mi derecha, mi hijo en un catre extensible con colcha de pingüinos (son sus favoritos) y a la izquierda, aunque la mayoría de las veces encima, la niña de la casa reutiliza la mini-cuna de su hermano con un peluche de Dumbo que sus ‘tatos’ le trajeron de Disneyland.
Cada noche, una vez que caen rendidos y tras acabar los trabajos y tareas pendientes que he arrastrado a lo largo del día, miro a un lado y a otro y los veo dormir plácidamente (aunque ese estado no dure demasiado, sobre todo en el caso de la bebé), entonces siento aquella paz y satisfacción que mi padre trató de explicarme en su día y que no alcancé a entender en su particularidad.
No logro imaginar una despedida mejor del día que con las entrañas llenas de amor e imaginando la sonrisa de abundancia y gratitud de mi padre en aquel momento. Esa complacencia, ese gozo y el deleite de sentirlos a salvo, de sentirlos míos. Éste era el valor de sus palabras.






