El valor de las palabras

El piso en el que crecí y viví durante mis primeros años de vida tenía un largo pasillo a través del que se distribuían las habitaciones a un lado y a otro. Sobre todo a la derecha que es donde se ubicaban el salón, la salita, nuestra habitación y la de mis padres. Al fondo, un baño. Al lado contrario, un pequeño aseo y la cocina con una pequeña terraza.

Cada noche, mi padre, que era el último en acostarse viendo la televisión, cruzaba ese corredor de punta a punta y, de camino a su cama, cruzaba frente a nuestro dormitorio; que por cierto compartimos hasta que las dos nos fuimos de casa y al que siempre regresábamos incluso cuando volvíamos de visita. Dos camas, una a cada lado de una mesilla central, un escritorio doble y un armario.

Lo oí mil veces repetirnos que ese preciso instante, cuando pasaba cada madrugada frente a nuestra habitación y podía contemplarnos a las dos dormidas, era para él la felicidad, la más sencilla y primaria.

No es que restase nunca importancia a aquellas palabras, pero han sido el tiempo y la experiencia los que me han permitido apreciar la sustancia de aquella afirmación tan rotunda y real. 

Hoy, en mi casa, no tengo pasillos, ni largos ni cortos, pero duermo con uno de mis pequeños a cada lado de la cama. A mi derecha, mi hijo en un catre extensible con colcha de pingüinos (son sus favoritos) y a la izquierda, aunque la mayoría de las veces encima, la niña de la casa reutiliza la mini-cuna de su hermano con un peluche de Dumbo que sus ‘tatos’ le trajeron de Disneyland.

Cada noche, una vez que caen rendidos y tras acabar los trabajos y tareas pendientes que he arrastrado a lo largo del día, miro a un lado y a otro y los veo dormir plácidamente (aunque ese estado no dure demasiado, sobre todo en el caso de la bebé), entonces siento aquella paz y satisfacción que mi padre trató de explicarme en su día y que no alcancé a entender en su particularidad.

No logro imaginar una despedida mejor del día que con las entrañas llenas de amor e imaginando la sonrisa de abundancia y gratitud de mi padre en aquel momento. Esa complacencia, ese gozo y el deleite de sentirlos a salvo, de sentirlos míos. Éste era el valor de sus palabras.

De lobas y leonas

Alguna vez escribí -mucho antes de la canción de Shakira- aquello de ‘la mujer es una loba para la mujer’, parafraseando al filósofo inglés del siglo XVIII Thomas Hobbes y su “Homo homini lupus” al que hace referencia en la obra ‘El Lebiatan’.

Y es que, en aquel momento, atendiendo sobre todo a mi experiencia profesional y a vínculos no demasiado estrechos con otras chicas, había podido concluir que nosotras somos, por lo general, mucho más complicadas en nuestras relaciones de lo que pudieran llegar a ser entre hombres. He encontrado, quizás, más envidia, competitividad y exigencia con nosotras mismas; mientras somos bastante benévolas en nuestras pretensiones con el género opuesto. Y es una generalización, obviamente no todo ha sido así. Afortunadamente.

Sin embargo, el tiempo y la experiencia me han dejado ver, también, otra reacción propia de nuestra condición que me ha sorprendido gratamente. Si hay algo que nos hace empatizar sobre todas las cosas es la maternidad.

Desde que soy madre encuentro muchas más miradas cómplices en los rostros de otras mujeres que saben, como yo, lo complicada que puede ser la maternidad y, también, la incomprensión que, a veces, se genera en los hombres. Y es que nadie mejor que otra madre puede entender los desvelos propios de este estado.

Desde el comienzo del embarazo hasta la pubertad o adolescencia, la forma de vivirlo es diferente. Nosotras somos las leonas y nada puede cambiar eso; aunque una paternidad corresponsable puede compensarlo.

Somos nosotras las que sufrimos cambios hormonales salvajes, las que sobrellevamos, en ese estado, los efectos de un embarazo, y las que nos rompemos para dar a luz. Nosotras las que vivimos el solitario –pese a la compañía- posparto y las que soportamos la maciza carga mental de los hijos. Y no es ningún alegato feminista, ni todo lo contrario.

Pues bien, en medio de toda esa algarabía, o tropel (como diría mi amiga Esperanza), es donde he encontrado la comprensión, la condescendencia y la fraternidad más sincera incluso de completas desconocidas. Es en esa inseguridad y agitación individual que supone ser madre donde encontramos nuestra fuerza colectiva.

Esto no quiere decir, entiéndanme bien, que con aquellas ‘NoMo’ (movimiento no mother) no se pueda hacer igual, o incluso mejor, equipo; pero, a priori, la complicidad con las de esta condición es mayor.

La maternidad, así, me ha regalado momentos maravillosos con mis hijos pero, también, esas afectuosas caídas de ojos anónimos y extraños que, en determinados momentos tanto reconforman, y nuevas amistades incondicionales y exprés a una edad que no son propias.

El ciclón Turner

Nunca he sido de idolatrar demasiado ni a nada ni a nadie. Será quizás por esas ideas revolucionarias y anarquistas de adolescencia y juventud en las que predicábamos aquello de ‘ni dios, ni patria, ni ley’ que yo asumí, también, en lo más cotidiano de mi vida. Aunque disfruté de aquello que me gustaba, jamás hice bandera de nada: ni esperé colas kilométricas para ver ningún concierto ni pedí autógrafos como si se me fuera la vida en ello. Gusté y degusté, afortunadamente, muchos placeres pero sin ese tinte de obsesión, ceguera o fanatismo. 

Con los años he mantenido esa moderación y no me reconozco para nada en el fenómeno fan. Sin embargo, he aprendido a admirar, de otro modo, tanto a personajes públicos como a muchas otras personas que me rodean y de las que he aprendido y me queda mucho por aprender. 

Hace unos días despedíamos a la ciclónica Tina Turner y rememoré, tras años en el olvido, lo mucho que me fascinaba la figura de la gran señora del rock negro –de nacionalidad estadounidense hasta que renunció a ella por la de suiza – incluso siendo una niña. La recuerdo siempre sobre los escenarios y es que, claro, ella tuvo una carrera de más de 50 años sobre los mismos (y yo aún no tengo los 40) y se retiró, ni más ni menos, que con 63.

De ascendencia afroamericana y nativa americana, cheroqui y navajo, era quizás esta mezcla racial lo que la convertía en un espectáculo de mujer, no solo por sus esculpidas piernas y sus contundentes rasgos, sino también por sus enérgicas actuaciones. No habrá nunca nadie que se mueva como ella.    

Era tremendamente poderosa sobre un escenario. Sin embargo, y paradójicamente, fue víctima de malos tratos durante los años que duró su matrimonio con el también cantante Ike Turner. Una pelea entre ambos camino de un espectáculo en el Hotel Hilton de Dalas que acabó en una brutal paliza puso fin al binomio sentimental y profesional.

Pero no fue a lo único que tuvo que sobreponerse. Aborto, suicidio de un hijo, intento de suicidio y varias enfermedades: accidente cerebrovascular y cáncer intestinal, entre otras. La Reina del Rock llegó incluso a plantearse la eutanasia. 

Pero yo siempre la recordaré como aquella diosa “salvaje y enérgica”, como ella misma cantaba en ‘The Best’, con una melena eléctrica y una voz prodigiosa que incluso cualquier anárquico idolatraría.

En los márgenes

Como últimamente mi vida social, como madre de lactante que soy, se ha reducido considerablemente vengo escribiendo de lo que estoy viendo y leyendo, que tampoco es mucho, pero ya es algo.

Hace un par de semanas, en una de esas siestas con bebé enganchada al pecho, pude terminar una película que desde hacía algún tiempo tenía interés de ver. ‘En los márgenes’, que ha supuesto el debut en a dirección de largometrajes del actor Juan Diego Botto y cuyo guión ha escrito junto a su mujer la periodista Olga Rodríguez –a quien admiro profesionalmente desde hace años-, acerca al espectador al drama de los desahucios en nuestro país. Me pareció realista y dura, pero sin ñoñerías que busquen la lágrima fácil; quizás eso es lo que la hace más creíble y, por lo tanto, más dolorosa y cruel.

Sin ánimo de hacer spoiler, hubo una frase del personaje que interpreta Luis Tosar que lleva semanas rondando mi cabeza. En la escena dialoga con su hijastro sobre por qué se muestra tan empático con ciertas personas o colectivos que no conoce. Mientras que el joven no entiende esa disposición, él le contesta que cualquiera en su situación haría lo mismo porque “una vez que lo ves no puedes hacer otra cosa, estás involucrado”.

Me pareció maravillosa esa forma de explicar lo que ocurre en nuestras conciencias ante el sufrimiento, la desdicha o la injusticia que sufren los demás. Y pensé que ojalá fuese verdad, pero creo que la teoría, lamentablemente, no se cumple –por lo tanto no sería aplicable –al 100% de la población. La sociedad funcionaría de otro modo si esto fuese así, si todos nos sintiésemos implicados con al dolor ajeno, la desventura o el desamparo, bastando solo con contemplarlo.

Esta reflexión me recordó cuando al comienzo de la guerra de Siria, allá por el año 2011, llegaban tremendas imágenes de niños tristes y aturdidos entre las ruinas más absolutas o desamparados en los campos de refugiados y me sentí ‘involucrada’ como pocas veces antes me había ocurrido –y eso que suelo ser bastante permeable al dolor de los demás-. Entonces inicié una importante colaboración con ACNUR que mantengo desde entonces, 12 años ya, sea cual sea mi situación.

Llamadme ingenua o crédula, quizás, pero yo también quiero pensar que el conocimiento de algo ‘nos involucra’ de algún modo, eso es humanidad. No puedo pensar de otra manera, o no quiero. Porque como decía la Madre Santa Teresa de Calcuta “la falta de amor es la mayor pobreza del ser humano”.