La côte de la mode

Quien acostumbra a leer estos artículos o ha leído unos cuantos bien puede saber ya de mi pasión por la moda. Desde mi modesta colección de tacones a mi última fascinación por los broches antiguos. Estos pasados días de agosto frecuentaba, en familia, algunos pueblos de la costa francesa y conocía, por fin, uno de los muchos lugares que han formado parte de mi imaginario viajero en los últimos tiempos: Biarritz.

Biarritz ha sido escenario, a lo largo de su historia, de algunas de las innovaciones y transgresiones más importantes en esta materia. Por un lado, el esplendor decimonónico de la que fuera mujer de Napoleón III, la aristócrata española y última emperatriz francesa María Eugenia de Montijo. Dicen de ella que poseía una extraña belleza que la alejaba de los cánones pero que conseguía embelesar a quien la contemplaba en los salones parisinos de mitad del siglo XIX a los que la acompañaba su madre buscando un matrimonio provechoso. La historia la inmortaliza como una mujer culta, inteligente y extremadamente refinada.

Sería esto, precisamente, y su debilidad por las mujeres lo que hizo que el mismísimo emperador cayera rendido a sus pies, eligiéndola como madre de su futuro y ansiado heredero. Fue entonces, una vez convertida ya en emperatriz, cuando Eugenia coronó a esta ciudad francesa de pescadores como patria de fiestas, lujos y excesos, convirtiéndola en su lugar de veraneo.

Por otro lado, este mismo emplazamiento fue sede y origen de la renovación extrema que Coco Chanel ocasionó en el mundo de la moda. ¿Saben ustedes que la diseñadora francesa abrió tienda en la misma ciudad?

Fue en el verano de 1915 en un local frente al moderno Casino, estilo art déco, que aún exhibe esta localidad, Coco inauguró la primera boutique de Biarritz. Poco eco se escuchaba entonces, por la zona, del reciente estallido de la Primera Guerra Mundial entre Rolls-Royce y nuevas prendas de vestir femeninas que alejaban a la mujer de los opresivos corsés y las convertían en estilosas ‘femme fatale’ con trajes de aires masculinos.

Quizás no elegimos el mejor momento para visitar la ciudad, con una ola de calor de hasta 36º grados diarios que en gran medida entorpece el estilo y la distinción propia de este lugar. Pero, pese al bochorno, Biarritz desprende elegancia y distinción en cada uno de sus edificios y sus gentes. Las pamelas, las gafas de sol y los kaftanes se lucen allí como en ningún otro lugar paseando por unos escarpados acantilados a la brisa de un precioso azul cantábrico.  

La gran fiesta

Esta semana leía casi de pasada en la prensa digital que, como todo, el hielo se encarecía y que en los próximos días podría llegar a cobrarse en bares y restaurantes junto a la bebida a enfriar. A priori, puede resultar curiosa esta subida del agua congelada. Sin embargo, atendiendo a los precios de la electricidad, el transporte y el plástico tiene mucho más sentido. Además, el artículo incluía la reflexión de que la vida post-Covid ha vuelto a traer el regocijo y deleite por las grandes fiestas y celebraciones.

No podía evitar, entonces, acudir a mis referentes culturales sobre magnos eventos y festejos y recordar e imaginar aquellas imponentes fiestas que el autor estadounidense F. Scott Fitzgerald relata en su obra ‘El Gran Gatsby’. La novela, ambientada en los locos años 20, relata una vida de excesos y desenfreno sustentada en el auge de la música jazz, el incremento del contrabando y crimen organizado y el art decó.

Pese a la crítica social a una época que evidencia la que está considerada como una de las mejores obras de la literatura norteamericana de todos los tiempos, no puedo evitar imaginar esas fiestas como las mejores que jamás se hayan celebrado. Con trajes de solapa, perlas, plumas, destellos dorados por todas partes, estatuas de hielo y torres de champagne.

Tampoco se le quedaría muy a la zaga el histórico baile de disfraces ‘Bal Beistegui’ que el millonario mexicano-español Carlos de Beistegui –Charlie para sus amigos –dio en el veneciano Palazzo Labia en 1951 para la ‘Gotha’ –lo que sería algo así como la guía de la nobleza en la que se recogen las dinastías y casas reales desde el siglo XVIII –y todo el cafe society del momento. 

El festejo sobre el Gran Canal, para el que las invitaciones se mandaron con hasta seis meses de antelación, contó, entre otros, con disfraces diseñados por el modista y fotógrafo británico Cecil Beaton o el mismísimo Salvador Dalí que vistió ni más ni menos que al diseñador Christian Dior. Precisamente, cuentan que algunos días antes de la cita se pudo presenciar una procesión de Rolls Royces llevando cajas de Dior sobre sus techos hacia el palacio.

Entre los invitados tampoco faltó el actor, director y guionista Orson Welles, quien precisamente también pondría voz al documental que recogió la que ha sido considerada la fiesta más grande el mundo. La celebrada en 1971 por el Shah de Persia para conmemorar los 2.500 años del Imperio Persa, pero que arruinó una improvisada tormenta de tierra que cubrió las finas vestimentas de todos los invitados.

Sea como fuere y sin tanta ostentación, que además no procede, sigamos disfrutando de la gran fiesta que es, sin duda y pese a las desazones y sufrimientos, vivir.