«A la mujer dijo: Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos; con dolor parirás tus hijos», Gn 3, 16. Y es que a ver quién es la valiente que no ha experimentado el miedo al enfrentarse a un parto. Da igual las veces que una haya alumbrado porque siempre inquieta. Más aún a las primerizas, como es mi caso, cuando la zozobra se convierte casi en una angustia. Y es que con semejante ‘amenaza’ divina, como para no temerle. Lo que Dios no tuvo en cuenta por aquel entonces es que la epidural nos facilitaría bastante el trabajo. Aunque pasarlo hay que pasarlo, con epidural o sin ella.
Al comienzo del embarazo ni reparé en que tenía que llegar ese momento, estaba tan ensimismada con la noticia y con mis citas con el ecógrafo que parecía haber olvidado cómo vienen los niños al mundo. Lo que sí me preocupaba por entonces eran los cambios físicos a los que me iba a someter. Reconozco que fueron 9 meses bastante llevaderos, dadas las circunstancias, pero confieso que no me gustaba demasiado verme con tripa. Ahora la veo en fotos y la extraño. ¡Quién me lo iba a decir! Aunque algunas sí que me lo dijeron sí. Creo que este es un efecto bastante común, viene a ser como el ‘síndrome de Estocolmo’ de la barriga. Pero del embarazo ya hablaremos en otra ocasión.
Según pasaban los meses el parto estaba más presente y comenzaban los miedos y las inseguridades. Yo, como tantas futuras madres, leía libros para prepararme, con la intención de saber a qué me enfrentaba. Ya se sabe, es mejor conocer a tu enemigo. Casi entro en shock cuando, muy pocas semanas antes de la fecha estimada, leo que debería tener preparado mi ‘plan de parto’. ¿Pero qué carajo es eso? Pensé que lo había hecho todo mal. Sin embargo, tras un par de días de desasosiego decidí que iba a dejar fluir el parto, como había hecho con otras cosas en mi vida. Iría sin expectativas y con la mejor disposición ante todo lo que pudiera ocurrir.
La mañana que rompí aguas, el domingo 20 de octubre, me disponía a salir a comprar churros con chocolate para desayunar. Sin embargo, tras ponerme en pie y comprobar que un líquido escurría por mi pantalón argumenté al ‘hombre del Renacimiento’ que era mejor que yo no fuese, dadas las circunstancias. Siempre había pensado que cundiría el pánico en casa en ese preciso momento, pero extrañamente reinó la paz y, quizás, una excesiva tranquilidad. Por el contrario, opté por pegarme una ducha y maquillarme, no quería que el parto me pillase de cualquier manera pues bien sabía que las fotos de después serían para toda la vida. ‘El hombre del Renacimiento’ pensó que si yo iba a arreglarme era por que la cosa no urgía y, por lo tanto, no tenía sentido renunciar a un buen desayuno. Así que se fue a por los churros.
Una vez desayunados la cosa comenzó a ponerse peor, así que nos encaminamos al hospital pensando que el tiempo corría en nuestra contra. Nada más lejos de la realidad, yo entraba por la puerta de la Arrixaca a las 11.00 horas, aproximadamente, y ‘el pequeño ratón’ venía al mundo dieciocho horas después. Fueron unas cuantas horas de espera en las que, con mis cuñas puestas y la bata azul, me paseé toda la planta del hospital para acelerar la dilatación.
Una vez en paritorio y teniendo en cuenta que no iba con mi plan de parto hecho, dudé entre si ponerme o no la epidural, pero los gritos de otra parturienta me persuadieron a hacerlo. Total si la mismísima Reina Victoria de Inglaterra había sido, allá por el 1.800, una de las primeras mujeres en dar a luz sin dolor, gracias al éter o ‘gas de la risa’, y desde entonces la iglesia comenzó a aceptar esta práctica que iba en contra de la ‘maldición’ bíblica, quién me iba a juzgar a mí.
Y a las 05.00 horas exactas del 21 de octubre, así, con esta pinta –todo el rímel corrido-, lo oímos llorar por primera vez. Fue una experiencia brutal, porque todo se vive al máximo: el miedo, el dolor, la alegría, la incertidumbre, la impaciencia… pero hoy, ya sin miedo, repetiría otra vez –salvo por el rímel que esta vez lo usaría ‘waterproof’-.


Cuando tengo que presentar a alguien recuerdo siempre una escena de ‘El diario de Bridget Jones’ en la que no consigo acordarme quién da a Renée Zellweger un consejo: decir siempre dos cosas interesantes de la persona a introducir, además de su nombre. Pues bien, como la cosa hoy va de presentaciones, intentaré seguir esta recomendación.
Cuando comencé a escribir esta columna, en un tiempo del que, como Cervantes, no me quiero acordar, deseaba parecerme a la estilosísima Carrie Bradshaw. Ya saben, la protagonista de la serie ‘Sex and The City’ a la que da vida la maravillosa Sarah Jessica Parker. Quién en su sano juicio no querría una vida de mujer independiente y moderna con residencia en la Gran Manzana y un vestidor con más Manolo Blahnik de los que jamás podrías estrenar, por muy agitada que fuese tu vida social. Bien, pues salvando las distancias, Murcia no es Nueva York –lo que en ningún caso es un menosprecio a la primera – en lo del armario lleno de tacones casi me puedo comparar, quien me conoce bien lo sabe, aunque evidentemente con menos glamour: es un armario empotrado y no son ‘Manolos’. Un poco más cutre. Sin embargo, unos cuantos años después, con una crisis de escritura de por medio, me encuentro tal que así, como en la foto. Juzguen ustedes mismos lo que eran mis expectativas y lo que hoy es mi realidad. Cualquier parecido que encuentren no será más que fruto de una casualidad.