La vida pasa tan deprisa y hay tantas cosas que nos quedarán siempre pendientes, incompletas, inacabadas y por hacer que muchas veces dan ganas de no dormir para robar esos minutos al tiempo. Vivimos pensando que seremos eternos, que no llegará el fin, y eso nos convierte, a mi parecer, en peores personas; personas enfadadas, estresadas, egoístas y desesperadamente inhumanas. Si supiéramos que vamos morir, quiero decir que si lo supiéramos de verdad, evitaríamos cada minuto de disgusto, no correríamos más que por lo importante y, lo que es más importante, entenderíamos que nada que nos pueda pasar es tan grave. Dejaríamos de sufrir y de dañar. Nos arriesgaríamos, disfrutaríamos y viviríamos sin miedo a las consecuencias, porque al fin y al cabo no pueden ser eternas.
Y es que la vida no se debería medir en tiempo. Hay vidas que nos resultan demasiado fugaces, por lo breves, pero asimismo por brillantes. Y no me refiero precisamente a aquella frase que se le atribuyó erróneamente a James Dean de “vive deprisa, muere joven y deja un bonito cadáver”, cuando en realidad pertenece a un diálogo de la película ‘Knock on any door’ de Bogart y Derek, sino a que no hacen falta muchos años para dejar huella. Quizás sólo un instante, un segundo, justifica toda una vida. Y es que nadie puede dejar tras de si sólo un legado de virtudes. Somos humanos, con nuestras glorias pero irremisiblemente también con nuestras bajezas. Lo importante es, en lo largo o en lo corto, no pasar sin pena ni gloria.
A veces nacemos, crecemos, nos reproducimos –cada vez menos –y morimos como auténticos autómatas sin ser conscientes del precio y el coste de cada minuto. Seguro que habéis tenido alguna vez la sensación casi de ‘despertar’ –sin estar dormido – al volante y pensar “cómo he llegado hasta aquí”; incapaz de recordar el trayecto, conduciendo por intuición, y sin tener consciencia de ello. Pues esta es una buena metáfora para describir como vivimos, sin ser conscientes de nuestra vida, limitando y restringiendo nuestras decisiones. Incapaces de elegir, asumimos un rol prediseñado.
Cuántas veces hemos cuestionado nuestra vida y hemos dicho aquello de “si yo pudiera…”, “si volverá a nacer…”, “si tuviera tiempo…”. Pues bien, puedes, tienes tiempo –todo el que se te haya dado –y asúmelo, no volverás a nacer, salvo que uno crea en la reencarnación, y teniendo en cuenta que el ser humano es la existencia intermedia –sólo la celestial sería la superior –mejor ni intentarlo… ¿Por qué somos tan tercos para esperar a perder a alguien para echarle de menos o a estar enfermos para empezar a cuidarnos?
Pregúntante ¿Y si hoy decidiese hacer algo distinto?
Citando a un ‘colega americano’, Hunter S. Thompson, “la vida no debería ser un viaje hacia la tumba con la intención de llegar a salvo, sino más bien llegar derrapando de lado, entre una nube de humo, completamente desgastado, y proclamando en voz alta ¡Uf! ¡Vaya viajecito!”.
O lo que es lo mismo, a mí que la muerte me pille viviendo.


No voy a escribir sobre Trump y las elecciones americanas, demasiado habréis escuchado y leído ya de este asunto y, como popularmente se dice, “lo que te rondaré morena”. Pero sí sobre una información que leía hace unos días. Son pocas las noticias que pueden ya llamar mi atención a través de redes sociales. Es tanta la cantidad, que mi cabeza ya no discrimina. Pero entre las que consiguen distraerme o atraerme destacan, con importante ventaja sobre las demás, aquellas que cuentan con un toque de humor, implícito o explícito, o cierta dosis de excepcionalidad, rareza o singularidad. Así, la semana pasada, mientras ‘cotilleaba’ en Facebook leía el siguiente titular: “Ikea Shanghái prohíbe a las personas mayores reunirse en su cafetería para tener citas a ciegas”, o su versión latina –que sinceramente me gusta mucho más –“A Ikea se la agotó la paciencia con los viejitos que buscan el amor en su tienda de Shanghái”. Irremediablemente sentí la necesidad de continuar leyendo el resto de la noticia, práctica a la que, reconozcámoslo, cada vez somos menos aficionados. Claro, luego criticamos los titulares porque nos parecen sesgados e incompletos, tachando a los periodistas de manipuladores. Y créanme, haberlos haylos, pero no se imaginan ustedes lo complicado que resulta a veces resumir el contenido de todo un artículo en tan solo ocho o diez palabras, en los mejores casos, y que además resulte atractivo para que tu jefe de redacción te lo apruebe. Además, uno no puede pretender estar informado ni hacerse un criterio sobre algo leyendo apenas dos líneas. Yo sé que el tiempo es oro y que es de lo que la mayoría adolecemos, pero si no puede usted saber de todo, seleccione.
Me encantan las fotografías. Siempre me han gustado. Y no me refiero sólo al hecho de fotografiar, sino también a lo que éstas significan en si mismas. Detrás de cada fotografía hay una historia, un momento y un recuerdo ya imborrable. La memoria, nos damos cuenta con los años, es traicionera y engañosa. Pero una foto, una foto es un instante imperturbable. Quizás mi afición esté relacionada con el miedo a desaparecer, a que llegue el día en que nadie me recuerde, a que la muerte me borre por completo y para siempre. A mí, o a aquello a lo que quiero. Mientras queden vestigios, uno es eterno. No en vano se habla de inmortalizar un instante. Por eso me fascina capturar lo que amo y disfruto, pensando que así permanecerá invariablemente.